La editorial Bibliotheca Homo Legens ha publicado recientemente Una enmienda a la totalidad, el ultimísimo libro de Juan Manuel de Prada. Es uno de esos títulos que se dirigen a la conciencia, a lo interior; de esos títulos que se escribieron para deleitarse en su lectura y meditar en horas tranquilas. No necesité más que unas pocas vueltas de hoja para que el texto comenzara a interpelarme directamente, suscitando en mí preguntas que sólo yo mismo podía responder. Será que tengo buena predisposición y la mente abierta, será que soy un simplón fácilmente impresionable.
En muchas ocasiones, salir de la corriente en la que estamos inmersos requiere de una fortaleza que no todos poseen y de una voluntad que no todos desean tener. Vivir apartado tiene alto coste, y a nadie le gusta sentirse extraño en su propia tierra. Pero, a veces, ocurre que, sin elegirlo, un suceso concreto nos saca violentamente de aquella corriente y entonces todas las cosas familiares nos resultan ajenas y un halo distinto nos envuelve. Con frecuencia, estas epifanías son rápidamente acalladas en nuestro fuero interno, pues la desazón es tan grande, y el vértigo tan punzante, que mente y alma buscan refugio, apresurados, en la comodidad de la mentira ya conocida. Sin embargo, no es infrecuente que el nuevo consuelo sea bien insuficiente, bien insatisfactorio, pues el velo ya ha caído, y volver a levantarlo no nos defiende del recuerdo de lo que observamos detrás. No son muchas las personas con un control mental tan poderoso sobre sí mismas como para engañarse y olvidar lo descubierto. Sí lo son las que simplemente reprimen los gritos de su yo interior, aunque esto conlleve vivir completamente alejados de su propio yo. Una gota de agua en el mar.
Si, por el contrario, el agraciado con esta revelación ahonda en ella, dejando que enraíce en su tierra buena, descubrirá que gran parte de lo que asumía como cierto sobre nuestra sociedad no lo es y, ya sin venda en los ojos, observará lo que se oculta a simple vista: que Rousseau era más absolutista que Luis XIV; que no hay Libertad sin Verdad; que el dinero es el padre del individualismo, el liberalismo el asesino de la Libertad, y el animalismo, de la civilización; que la socialdemocracia es la unión simbiótica de capitalismo y comunismo; que la partitocracia no es democracia; y que la búsqueda de la igualdad no es sino envidia decorada y mediocridad amoral. Descubrirá que todo es más complejo y, a la vez, infinitamente más sencillo.
Hoy, dinero, poder y política —tres caras del mismo prisma— se han aliado, en terrible contubernio, para beneficio propio y han logrado poner en marcha la mayor de las estafas de toda la Historia, apenas advertida por nadie. Lo revolucionario —o rebolucionario, como se estila— ha dejado de serlo, y lo tradicional se ha convertido en transgresor. La Revolución ha sido absorbida y capitalizada por el sistema, pero los rebolucionarios siguen creyendo que, con sus discursos caducos, se oponen a un sistema que los tiene precisamente donde los quiere, y son felices vendiendo en El Rastro de Madrid camisetas del Che Guevara, o gritando en las tertulias que el Capitalismo ha acabado con el Amor, mientras prodigan el amor libre —doble mentira, pues libre no es y amor, tampoco— a través de la panaceica y tan manida poligamia.
Y es que, hoy, todo el mundo quiere ser antisistema —menos algunos grises, que siguen a políticos del siglo pasado con políticas del siglo pasado—, pero puedo decir, sin temor a equivocarme, que muy pocos lo son. En esta tesitura, de falsa revolución y sistema absolutizador, hay quien sí logra transgredir, y no precisamente desde la histeria —frecuentemente los más histéricos son, en realidad, los menos transgresores, pues decir las cosas chillando no te hace ser revolucionario, sólo un maleducado. No, lo más transgresor hoy en día es ser tranquilo y, desde la serenidad, clamar en medio de la tempestad diaria. Y este discurso, que tantas ampollas levanta, no se dirige contra nadie de manera específica: denuncia realidad. Es, en parte, una lucha contra el boomerismo, esa visión dual de la realidad, de blanco o negro, de Comunismo o Libertad. Es una reivindicación de la verdadera Tercera Vía, opción poco explorada por la democracia española, y nada explotada, para beneficio del sistema. Porque serán dos males distintos, pero malos, al fin y al cabo, y poco deseables, entregados en sumisión al mismo poder.
En Una enmienda a la totalidad, De Prada se convierte, haciendo gala de su personalísimo estilo, en esa voz que clama en el desierto, aquella que señala, irrespetuosa y sin reparos, al emperador desnudo. Ante un sistema tan viciado, tan poco humano y tan poco natural, no cabe sino presentar una revisión general. Se trata de una lucha sin duda quijotesca, pues poco puede hacer un individuo frente a tamaño molino, pero necesaria. Y, sobre todo, inevitable para aquellos que, habiéndose deshecho, por un motivo u otro, de la venda que cubría sus ojos, no podrían soportar volver a cegarse, esta vez voluntariamente y con conocimiento de causa. Para algunos, se trata de una situación de responsabilidad con la sociedad y de honestidad con uno mismo: pesado fardo y, sin embargo, irrenunciable, ya que su abandono supondría traición a uno mismo.
Para aquellos que aceptan la carga, sólo queda un camino, angosto y tortuoso, pero evidente para el que ha dicho «sí» a su propia conciencia: el que se abre por delante. Como reza el prólogo del autor: «A don Quijote le habría bastado con hacer “reserva mental” de determinadas cuestiones para ser ensalzado por todos; pero eligió que lo ridiculizasen, eligió el desprecio del mundo, con tal de poder llevar a cabo su vocación. Es una lección muy dolorosa, pero incalculablemente bella. Y es el ejemplo que me propuse seguir desde que adopté la decisión de rechazar frontalmente el espíritu de mi época».