No recuerdo cuándo oí hablar por primera vez de Diego de Gardoqui, pero me temo que no fue en Bachillerato, ni en la Universidad. Ni siquiera en las aulas de la Escuela Diplomática, donde sí se mencionó a algún otro ilustre del gremio. ¿Sería en las redes sociales? ¿O en algún medio digital? Supongo que muchos leerán su nombre por primera vez en este especial de La Iberia, tan necesario y tan sugestivo, en el que escribe gente, como Esperanza Ruiz o Salvador Otamendi, que sabe mucho más que yo sobre el bilbaíno. Por eso, dejando a la historia a quienes la dominan, me he propuesto sacar algunas lecciones de su vida aplicables en la diplomacia de hoy, en la española y en la universal, cuando las cartas se han sustituido por las videoconferencias y las negociaciones se retransmiten por Twitter.

El personaje, claro, lo merece: estuvo, para envidia de todos, en el meollo del poder. Vivió de todo: la conspiración, el conflicto abierto, la construcción de un nuevo país o la esgrima de las negociaciones de altura. Trató a líderes tan distintos como Carlos IV, George Washington, Benjamin Franklin o Napoleón Bonaparte. Triunfó unas veces, fracasó otras y siempre dejó huella. ¿Cómo no íbamos a aprender algo de su vida?

Por si fuera poco, Gardoqui cae simpático por su audacia, por su sencillez y por un puntito de picardía muy necesario para ganarse a la élite de su tiempo. Leyendo sus cartas, escritas muy en claro para los usos de la época, y los pocos trabajos académicos sobre su figura —por cierto, el de Salvador Otamendi, titulado Vida de Diego de Gardoqui y Arriquibar, su contribución a la independencia de EEUU y su papel como primer embajador de España, me ha inspirado especialmente para este artículo— uno puede imaginarse bien al personaje: decidido y curioso; culto, pero sin excesos de erudición; pulido en el trato social; buen conversador; consciente de sus objetivos. Quizás no fue un gran héroe, pero pocos lo son. Fue un buen profesional y un digno servidor de España. ¡Como si fuera poco!

Quijotes, paños, caballos y burros

Pero Gardoqui, claro, no fue un gris cumplidor de los encargos reales: los interpretó con valentía, siempre un paso por delante, arriesgando, con creatividad. Sí, eso era más fácil en un tiempo en el que no existían los correos electrónicos y las órdenes tardaban semanas en llegar, pero hoy también hay hueco para la iniciativa individual, que a menudo logra objetivos inalcanzables si se depende solo de la lenta maquinaria del servicio exterior.

Otra cosa, más mundana, que todo diplomático debería aprender de Gardoqui: su gusto exquisito para los regalos. Repartió Quijotes —el presidente Washington guardaba el suyo como un tesoro—, “paños finos de nuestras fábricas”, caballos de pura raza y hasta burros españoles. La cocina vasca, por cierto, fue una herramienta privilegiada de diplomacia gastronómica: los banquetes en su residencia, en el sur de Manhattan eran famosos por su frecuencia y por su distinción. Se hizo amigo de todos y se convirtió en lo que hoy llamaríamos celebrity.

Precursor de la diplomacia pública, cultivó los medios, “las gacetas” de entonces, y los entornos de influencia. No mentía cuando, en su despedida, se alegraba de haber mejorado el concepto de España, “herido por varias causas”, y de haber incrementado el respeto por el rey. Quizás supo intuir el papel que la prensa iba a desempeñar en el país recién nacido, la nación de Ciudadano Kane. Ojalá hubiéramos tenido un Gardoqui cien años más tarde, cuando la voladura del Maine.

España en primera división

Pero, por encima de todo, en un tiempo en el que la influencia de España empezaba a decaer de forma preocupante, Gardoqui no se resignó a que su país fuera un actor segundario. Jugó sus cartas con aplomo, a veces de farol. En un tiempo difícil –pocos años después de su muerte llegaría la invasión francesa, comenzando un siglo de guerras civiles, pérdidas territoriales y estancamiento económico-, quiso dejar bien alto el pabellón y logró una posición de influencia envidiable en el nuevo Estado. Aplicó, antes años de que se escribiese, la idea del también diplomático Juan Valera: “Creo que toda nación, para ser poderosa, representada y temida, debe empezar por creer ella que lo es”.

De su último destino, la Embajada en Turín, ante el Reino de Cerdeña —que, pese a lo limitado del nombre, incluía el Piamonte entre sus territorios—, sé mucho menos. Eran también días tormentosos: en medio de la invasión francesa, el rey Carlos Manuel IV, aliado de España, fue recluido en la isla de Cerdeña, perdiendo el control de las posesiones peninsulares.

Por allí, por cierto, pasaba en campaña un general francés con fama de ambicioso y feroz, un tal Napoleón Bonaparte, que se entrevistaría con el embajador de España. Quién pudiera saber de qué hablaron… Gardoqui murió con las botas puestas, en el puesto, menos de un año después de haber tomado posesión de su cargo.

Gardoquear

Hace unos años me apunté una cita de Madame du Deffand, que vivió precisamente la época de nuestro hombre (la encontré, por cierto, en el encabezando una novela de Louis Auchincloss). “Todas las historias universales y las investigaciones sobre la causa de las cosas me aburren. He agotado todas las novelas, los cuentos y las obras de teatro; tan sólo las cartas, las vidas y las memorias escritas por aquellos que narran su propia historia me divierten y despiertan mi curiosidad. La ética y la metafísica me aburren intensamente. ¿Qué puedo decir? He vivido demasiado”. Si se sienten como ella, sumérjanse un rato en la azarosa vida y en las cartas de Diego de Gardoqui, con curiosidad genuina, y pasaran, como poco, un rato divertido.

Los que nos dedicamos a su oficio, al menos, deberíamos estudiar un poco más sobre él (como sobre González de Clavijo, Wall, Villaurrutia, Valera, Conte, Villalobar o tantos otros). Y no estaría de más que en unos años se extiendiera el uso del verbo gardoquear, que podríamos definir como “ejercer la diplomacia con pasión, con audacia y con finura al servicio de su país”.

De España, claro. De una España imperfecta, real y posible.