Atardece en Broadway, Nueva York, capital de los Estados Unidos de América. Doña Josefa está inquieta, ha pasado el día dando instrucciones para arreglar el jardín de su casa con grandes macetas —mañana tendrán invitados— y ni rastro de su marido. Tiene mucho que contarle: han llegado paquetes desde España, le ha dejado una carta del conde de Floridablanca en su mesa, y no se le puede escapar que ya tiene sus regalos preparados. Ha hecho traer desde Europa unas nuevas medias altas, de seda, en color crudo, con menguados en el talón y la trasera. Junto a la boca tienen un pequeño bordado de rayas horizontales en lamé de hilo de oro.

También ha recibido la caja de rapé y el bastón que encargó en aquella recién inaugurada tienda de complementos franceses que tanto éxito está teniendo.

Diego le dijo que salía, pero no adónde. O ella no le entendió. Quizás ha ido a visitar el terreno de la calle Barclay, en el que esperan construir la primera iglesia católica de la ciudad. Está obsesionado con el proyecto. Todas las semanas recibimos en casa a varios dignatarios católicos de España, Portugal y Francia, hablan de la formación de una mesa para la Congregación junto con los miembros católicos americanos del Congreso. Después, el padre O’Riordan celebra misa en nuestro saloncito. Yo me quejo del ajetreo, pero la verdad es que me pone enferma el espíritu anticatólico de los colonos que parece resistirse a desaparecer. Nadie lo sabe, pero cada vez que veo No Popery en una bandera, me persigno y deseo que ardan en el infierno. ¡Cosa que probablemente ocurrirá!

Puede que, aprovechando el buen tiempo, haya ido a pasear por Bowling Green. Lo que es seguro es que no se llevó el carruaje.

¡Ah! Ahí está… a tiempo para la cena.

Mientras le pongo al día de las novedades, me interrumpe para pedirme que tenga preparada la lámpara de aceite de su mesa. Trabajará en su discurso después de la colación. Hace casi dos años que vivimos a este lado del charco y aún no nos acostumbramos a algunos horarios.

En poco más de un mes, en julio, Diego presentará credenciales ante el Congreso como diplomático, bajo el reinado de Carlos III y a las órdenes del Ministerio de Floridablanca.

Yo ando ocupada supervisando la indumentaria que llevará, intento convencerle de las nuevas influencias francesas, pero él es firme: casaca, chaleco, calzón a media pierna y mangas ajustadas con un puño a la muñeca. Nada de solapas y nada de peluca. Si acaso usará un pequeño pouf (he de acordarme mandar que lo empolven).

Efectivamente, ha estado paseando, dándole vueltas al discurso y le animo a hablarme de él. Sé que está preocupado por el asunto del Mississippi, pero yo no creo prudente exponerlo todavía. Diego intuye que los intereses divergentes del Norte y el Sur acabarán llevándonos a otra guerra. Por eso quiere conseguir una renuncia expresa del Congreso a todo derecho de navegación por el curso inferior del río, en favor exclusivo de España.

El dramático espectáculo de desunión que ofrecen los estados del norte y del sur constituye, a su modo de ver, el mayor desafío al que se enfrenta esta jovencísima nación.

Yo no lo dudo, mi marido es un comerciante experto, un hombre sagaz y un astuto observador. Un gran conocedor de este rico y fértil país y sus gentes. Sin embargo, le propongo centrarse en lo que nos ha traído hasta aquí.

Le sugiero que hable de su papel como intermediario financiero entre la Corte española y las Colonias. Diego se sabe de memoria las cifras. A través de su empresa familiar naviera y comercial, dedicada al salmón, vino y azúcar, la Corona española aportó veinte mil reales de plata, que aquí fueron bautizados como Spanish Dollars.

Doscientos quince cañones de bronce, treinta mil mosquetes, trescientas mil libras de pólvora, doce mil ochocientas granadas, treinta mil uniformes, cuatro mil tiendas de campo y —Diego siempre sonríe cuando cuenta esto— ocho mil mantas de Palencia y Béjar para aprovisionar a los combatientes. La producción fue tal que, pese a la discreción pedida, ya que la Corona española apoyaba a los rebeldes en la clandestinidad, toda la comarca estaba al tanto. Milagrosamente, los británicos nunca se enteraron.

Valiéndose de la infraestructura de sus negocios, hizo realidad la promesa de España a Franklin cuando éste pidió el respaldo de Madrid frente a los colonos.

Hace ademán de levantarse y dar por concluida la velada y le retengo suavemente del brazo.

– Querido, ya te he comentado que ha llegado un paquete para ti desde Bilbao. Es algo pesado, pero viene envuelto con mimo, parece frágil, y…

– Ven —me interrumpe. Sabe que me puede la curiosidad.

Lo desembala con cuidado. Se trata de los cuatro volúmenes de Don Quijote, de Miguel de Cervantes, en español. Toma su pluma y se inclina sobre el primer ejemplar.

Observo el perfil de mi marido mientras escribe. Su nariz aguileña, sus labios finos, la cejas gruesas y todavía oscuras. Su frente despejada y poblada de finas arruguitas que delatan el intenso medio siglo de vida de un hombre leal.

Lee en voz alta, sacándome de mis pensamientos: «A George Washington, primer presidente de los Estados Unidos de América, de su amigo Diego María de Gardoqui y Arriquibar».

Sonríe, me mira y suspira.

– Lo guardaremos para cuando llegue ese día, querida.