Diego de Gardoqui y Arriquibar representa un ejemplo más de cómo los españoles desconocemos nuestra historia y sus episodios a través de sus personajes históricos. Centrándonos en los actuales Estados Unidos de América, los compatriotas que se han pateado, viajado y explorado the land of the free and the home of the brave, en otros tiempos y durante largas décadas territorio español en dos terceras partes, son tan numerosos que todavía hoy se continúa sacando a relucir de nuestros libros de historia figuras ignoradas por la gran mayoría.
Hernando de Soto, Pedro Menéndez de Avilés, Juan de Oñate, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Francisco Vázquez de Coronado, Juan Ponce de León, Gaspar de Portolá, Lucas Vázquez de Ayllón y un largo etcétera de exploradores, fundadores, religiosos, militares y pioneros. Ojo, sólo mantenemos el foco en la actual geografía estadounidense. ¡Imaginen que extendemos el ejercicio al resto del continente americano! Entonces la lista adquiere dimensiones aún más grandes y conforma el motivo de celebración del 12 de octubre, la Hispanidad: esa gran obra de hermanamiento universal apreciable hoy en día a través de la historia en multitud de datos históricos y visible a los ojos de todos a través del enorme legado en forma de universidades, hospitales, usos, costumbres, idioma y fe.
Un anónimo español (de Bilbao) más
Diego de Gardoqui y Arriquibar fue una de esas personas que presenció directamente el nacimiento de una nueva época. Sin miedo, puede aplicársele el conocido aforismo de Gramsci: «La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados». Los tiempos de crisis que le tocó vivir a Gardoqui fueron los del fin del comienzo del desplome del Antiguo Régimen: fue testigo directo de ello al otro lado del océano Atlántico, desde la óptica de la Revolución Americana.
Gardoqui nació el 12 de noviembre de 1735 en Bilbao (Vizcaya) y falleció 63 años después, el día de su cumpleaños, en Turín, ejerciendo de embajador de España ante el Reino de Cerdeña. Su familia de comerciantes tenía los ocho apellidos vascos: de padres, abuelos y bisabuelos vizcaínos, todos ellos eran naturales de los municipios de Larrabezúa, Guernica y Bilbao. Sus padres fueron, José Ignacio de Gardoqui Mezeta, de quien recibiría la vocación comercial y financiera, y su madre, María Simona de Arriquibar y Mezcorta, cuyos nobles orígenes ensancharon sus posibilidades de carrera profesional y política en la localidad.
El bilbaíno fue el cuarto de nueve hermanos, cuyas biografías destacan por el ejercicio de cargos públicos de renombre en el municipio de Bilbao. Uno de ellos, Francisco Javier Antonio, llegó a ser creado cardenal y está presente en el callejero de la capital vizcaína. Su hermano Diego, en cambio, no tiene esa suerte.
Infancia y juventud: una carrera meteórica
La educación y comienzos de su carrera profesional discurrió entre Bilbao y Londres. El patriarca de la familia deseó desde el principio que sus hijos contribuyeran a la empres familiar, Gardoqui e hijos, con lo que procuró instruir y dotar de una formación amplia y profunda a Diego de Gardoqui para más adelante, junto al resto de sus hermanos, llegar a tomar las riendas de la empresa familiar si alguna vez esta ocasión se presentase.
El pequeño Gardoqui gozó de una formación académica privilegiada para la época: además de su padre, su tío Nicolás de Arriquibar, reconocido economista y jurisconsulto, introdujo a su sobrino en los asuntos diarios relacionados con la actividad empresarial. Asimismo, disfrutó de una larga estancia en Londres formándose y trabajando para George Harley, director de la Compañía de las Indias. Probablemente, a la conocida prudente y honrada personalidad de Gardoqui se añadiera algo de la archiconocida flema británica, formando un tándem que resultaría de mucha utilidad al bilbaíno en su futuras peripecias en Estados Unidos.
A su regreso de Inglaterra en 1768, el joven Diego de Gardoqui superaba ya la veintena y contaba con una experiencia teórica y práctica en materia comercial, financiera y, no menos importante, social: ya estaba listo para trabajar en la Casa Gardoqui. Cerca de finalizar la década de los 50 del siglo XVIII, Gardoqui se dedicó con profesionalidad y esmero a las actividades comerciales de su familia, ocupando diferentes responsabilidades. Esto le proporcionó una mirada poliédrica hacia el mundo del comercio que le sería de gran utilidad en sus funciones diplomáticas en los Estados Unidos.
Madurez y entrada en acción: Gardoqui el intermediario
Diego de Gardoqui desempeñó simultáneamente responsabilidades en la compañía familiar y en la administración de los asuntos públicos locales. Su buen desempeño en la gestión de la cosa pública y sus dotes como comerciante, amén de su conocimiento y experiencia del mundo anglosajón, le valieron de carta de recomendación para servir como agente de Carlos III en la ayuda secreta de España a los habitantes de las colonias británicas.
Antes de comenzar a prestar sus servicios directamente para la Corona española, ya en 1774 Gardoqui entró en contacto con las Trece Colonias a través de Jeremiah Lee, miembro del Congreso Provincial de Massachussets. A la solicitud de armas y munición del colono, Gardoqui respondió con el envío de 300 mosquetes y bayonetas, a pesar de reconocer en la misiva los riesgos del encargo.
Varias cartas, intercambios de reflexiones, instrucciones y órdenes después entre el conde de Aranda, a la sazón embajador de España en Francia; el marqués de Grimaldi, mano derecha de Carlos III en asuntos exteriores; Luis de Unzaga y Amézaga, gobernador de Luisiana, y el príncipe de Masserano, embajador español en Londres, la Corona española decidió intervenir en el conflicto entre ingleses y colonos. Eso sí, de momento, con cautela y discreción. El hombre perfecto para ello era Diego de Gardoqui: Carlos III decidió nombrarle intermediario oficial de la Corona española en el envío de ayuda económica y bélica a las Trece Colonias siguiendo una estrategia de sigilo y circunspección.
Su primera misión fue reunirse con Arthur Lee, emisario de las Trece Colonias, en Burgos, donde haría las funciones de intérprete para el marqués de Grimaldi, recién abandonada la dirección de la secretaría de Estado. Es marzo de 1777. Las negociaciones entre Lee y Grimaldi fueron largas y duras. Los colonos deseaban cuanto antes el reconocimiento de las colonias como nuevo Estado independiente, pero España no estaba dispuesta aún a ello por las lógicas consecuencias: la guerra con Inglaterra. Ahora bien, Grimaldi confirmó a Lee que el monarca español tenía intención de continuar proporcionando pertrechos y víveres para los combatientes.
Entre 1777 y 1782, Gardoqui continuaría su labor de intermediario oficioso a través de la casa comercial familiar mediante el envío de ayudas económicas y material bélico de todo tipo a las colonias. Mientras tanto, en España se seguía con detenimiento el conflicto. La correspondencia del conde de Floridablanca, sucesor de Grimaldi, con las embajadas españolas en Londres y París era constante. De la misma manera, el contacto entre Bernardo de Gálvez, gobernador de la Luisiana desde 1777, y José de Gálvez, su tío y secretario de Indias en la Corte española, era frecuente para tener la mejor perspectiva de la guerra de Independencia de los incipientes Estados Unidos de América.
Gardoqui edificó su buena fama gracias a la profesionalidad con que se desempeñó en su misión. También por sus buenas relaciones con John Jay, nuevo representante del Congreso Continental norteamericano ante la Corona española desde 1779. Ese mismo año, por cierto, Gardoqui pudo hacer de cicerone en Bilbao con John Adams, quien más tarde sería el primer vicepresidente y segundo presidente de los Estados Unidos. Como consecuencia de las inclemencias meteorológicas, su barco se desvió hacia las costas gallegas en su travesía hacia París para representar a EE. UU. en las conversaciones de paz con la Corona británica tras más de tres años de guerra. Tras un largo viaje por tierras españolas fue recibido como huésped en la capital vizcaína por Gardoqui. Ambos se reencontrarían más tarde en Nueva York. Un dato: Adams cuenta con un busto en Bilbao por este acontecimiento. Gardoqui, en cambio, con nada.
Gardoqui en Nueva York
Tras un breve paso por la misión diplomática española en Londres, Diego de Gardoqui recibió nuevas instrucciones para marchar hacia las recién independizadas Trece Colonias. El conde de Floridablanca encargó al bilbaíno varios asuntos de temática comercial y de definición de las fronteras entre España y el nuevo país.
Con 49 años, embarcó en Cádiz junto a su familia y su servicio el 29 de octubre de 1784. El periplo duró cerca de ocho meses tras hacer escala de varios días, incluso semanas, en San Juan de Puerto Rico, La Habana, Filadelfia y, finalmente, Nueva York, por entonces capital de los Estados Unidos.
Gardoqui sirvió como máximo representante de la Corona española en Estados Unidos durante casi cinco años. En ese tiempo, el vasco procuró mantener informada a la Corte española de los sucesos estadounidenses como la redacción de la Carta Magna norteamericana, la evolución de las negociaciones diplomáticas en temas como la definición de los límites entre el territorio de Estado Unidos y España en el sur y en el este y la vida social de la futura Gran Manzana.
De este último aspecto las anécdotas son numerosas. Gardoqui reconoció la necesidad de difundir el prestigio de España entre los estadounidenses mediante multitud de acciones: desde profundizar en sus relaciones de amistad y profesionales con los dirigentes de la nueva nación hasta promover actos sociales de gran impacto en las gentes de la naciente sociedad estadounidense.
Siempre sabiéndose representante de los intereses de España, Gardoqui impulsó, por ejemplo, la construcción del primer templo católico de la ciudad de Nueva York: la iglesia de San Pedro. Al diplomático se le concedió el honor de colocar la primera piedra el 5 de octubre de 1785, pocos meses después de instalarse entre los neoyorquinos. Debajo de la misma, hizo depositar algunas monedas con la efigie de Carlos III, acuñadas ese mismo año. Hoy en día sigue ocupando el mismo espacio que entonces en la calle Barclay, 22, muy próxima al World Trade Center.
Por otra parte, Gardoqui promocionó el buen nombre y peso de España mediante la organización de fiestas y recepciones donde se invitaba a las más altas instancias políticas, económicas y sociales del país. Hasta nuestros días han llegado cartas y artículos de prensa de la época describiendo esta política de lisonjería, tan habitual en aquellos tiempos —y ahora, no nos engaños— para ganarse la confianza y admiración de los lugareños. Así, son memorables los fastos en honor de la onomástica de Carlos III, San Carlos Borromeo, donde se brindó por el Rey de España, los Estados Unidos de América, el general Bernardo de Gálvez y el General George Washington, entre otros.
Como anécdota curiosa, aunque nada desdeñable, Gardoqui logró cumplir la promesa en nombre de otro español amigo de George Washington: regalarle un burro zamorano para su plantación de Mount Vernon (Virginia). El viaje de película del cuadrúpedo y su cuidador, Pedro Téllez, encargado de velar por la seguridad y alimento del animal desde España hasta los Estados Unidos, afianzó la amistad por correspondencia entre Washington y Gardoqui. Cuando el animal llegó a manos del entonces futuro presidente en diciembre de 1785, certificó con su puño y letra que Téllez entregó en buen estado al pollino. Igualmente, mandó a uno de sus trabajadores redactar un anuncio explicitando todas las características del animal y ofreciéndolo a aquellos vecinos que quisieran cruzarlo con sus yeguas. Semanas más tarde sería publicado en el periódico Pennsylvania Packet de Filadelfia. Se trata de un documento especialmente interesante porque, además, menciona el nombre con el que Washington bautizó al burro: Royal Gift (Regalo Real), simbolizando así la gratitud hacia Carlos III.
Testigo de la configuración institucional de los Estados Unidos
Igualmente apasionante es bucear en la relación enviada por el español de las funciones y ceremonias que se celebraron en Nueva York el día de la llegada de George Washington, electo presidente de los Estados Unidos, a finales de abril de 1789. El Galveztown, un bergatín de guerra español amarrado en el puerto neoyorkino, disparó, a modo de saludo, 15 salvas y su tripulación gritó cinco veces “viva el Rey” mientras Washington se preparaba para desembarcar. En la celebración de la ceremonia de proclamación de George Washington como primer presidente, Gardoqui ocupó un asiento del más alto prestigio por razón de su cargo representativo.
A la función protocolaria le siguió la fiesta y el regocijo colectivo. Casas particulares e instituciones de la ciudad fueron decoradas e iluminadas para la ocasión. La residencia oficial del embajador Gardoqui, situada en un lugar privilegiado de la ciudad, no fue menos a la hora de destacar su colorida y luminosa puesta de escena:
“Dejó sorprendido al pueblo con dos suntuosos jardines transparentes, adornados de estatuas de tamaño natural e imitadas al mármol, que representan los atributos más peculiares de España, a saber: Justicia, Integridad, Sabiduría, Sobriedad, Amistad y Generosidad (…) En el cielo de los jardines se hallaban colocadas en orden 13 estrellas, alusivas a los Estados Unidos, dos de las cuales se mostraban la mitad opacas, en significación de los dos estados que no han adoptado la Constitución. Encima de todas ellas estaba el Sol, que las alumbrara, y por remate, la fama sobre las nubes, con el clarín en una mano y bandera real de España en la otra. Encima de la puerta principal se veían colocadas las armas de Castilla y León, y al pie de las Banderas Española y Americana cruzadas con el lema Unión Natural”.
Gardoqui terminó su misión en octubre de 1789. A sus espaldas dejaba cuatro intensos años de trabajo diplomático como queda constancia en los continuos mensajes y despachos que hacía llegar a Madrid. A pesar de que no logró alcanzar con total éxito sus metas, su hoja de servicios fue notable: mejoró la imagen de España en Estados Unidos gracias a su carácter agradable y educado, forjó una relación amistosa con el primer Gobierno norteamericano, defendió en todo momento los intereses españoles en aquellos territorios, apoyó a la minoría católica en Nueva York —no podía ser de otra manera siendo representante de Su Majestad Católica— y destacó por su fidelidad y obediencia a las órdenes del monarca español. Honremos su memoria.