El Seis Naciones, la competición deportiva con el nombre más acertadamente heredado que se puede imaginar, regresa después de la edición de 2019. De poco sirvieron los sucedáneos de 2020 y 2021 para evitar que el torneo más antiguo del mundo quedase reducido a una degradación del rito al trámite, como ha ocurrido con tantas pasiones en los dos últimos años de nuestras vidas. A los del 20 y el 21 bien podríamos convenir en llamarlos Seis Equipos, porque ni rastro de las naciones. Un campeonato imposible de entender sin el rugby, que se hace igual de ininteligible cuando las gradas están vacías y los pubs permanecen cerrados. Acaso más.

Este 2022, el Seis Naciones recupera su lugar en el calendario, ahora de verdad, a caballo entre el invierno y la primavera. Cinco fines de semana en mes y medio de ritos y mitos, de peregrinaciones a las verdes praderas del rugby: Lansdowne Road, el campo más antiguo y moderno del mundo; el Millenium, en torno al que se ordena toda una ciudad; Twickenham, la catedral del rugby mundial. Murrayfield, San Denís, el Olímpico. La época del año en que las antiguas enemistades se reviven como pacíficas rivalidades.

Cada Seis Naciones, y van 128, evidencia que aquello del corazón de Europa no está precisamente en el manoseado eje París-Berlín, que será, si acaso, víscera de la UE. El corazón de Europa está en sus gentes, más que nada en las del sur. En sus costumbres y sus rezos. En sus tradiciones, reflejadas también en un torneo de rugby que denota mejor que un ejército de burócratas los matices de una herencia común.

En los 22 años transcurridos desde que el Cinco Naciones creció con la incorporación de Italia, los números dicen que la gloria no se reparte como el amor por el deporte. Inglaterra, la única selección del norte campeona del mundo, se ha hecho con el título en siete ocasiones, dos grand slams incluidos (2003 y 2016), tantos como Irlanda (2009 y 2018), que cuenta cuatro victorias. De esperar, dado el nivel de ambas a lo largo de los últimos años. Más llamativos, tal vez, son los cuatro campeonatos sin conocer la derrota de Gales (seis en total) o la docena de ediciones de sequía de Francia, inédita desde 2010.

Dos décadas en las que Escocia e Italia han permanecido, penitentes, en la mitad inferior de la tabla. La primera, gigante antaño y siempre grande en potencia, última vencedora del Cinco Naciones, afronta cada torneo con la esperanza de retomar las viejas costumbres, y cada torneo pasa por encima de alguna de las favoritas dejándola sin campeonato. La segunda, última en llegar, tuvo en el decenio inicial del siglo XXI sus mejores años, cada vez más lejanos en lo temporal y en lo deportivo.

Esta edición, el título deberían jugárselo entre Inglaterra, Francia e Irlanda, que visitará a ambas. Quién sabe. Lo seguro es que vienen días de ritos heredados en cada viaje, en cada pub, en cada conversación sobre los mitos que trascendieron de sus equipos a sus naciones. O’Driscoll, O’Connell y Sexton. Wilkinson, Johnson y Underwood. Sella, Blanco y Saint-André. Edwards, Williams y Wyn Jones. Townsend, Hastings y Smith. Parisse, Domínguez y Castrogiovanni.

Y en torno a ellos, a mitad de camino entre el invierno y la primavera, seis naciones europeas.