Debo confesar que siento cierta envidia de la hinchada del Madrid. Casi como el que siente admiración por el coro y organista de otra parroquia. El sábado fui al Bernabéu y hoy pienso que me podría haber ahorrado la misa del domingo. Pero vayamos al principio. Tenemos en casa por costumbre ir al Bernabéu una vez al año, que siempre suele coincidir con una derrota de la Real Sociedad. Por chanchullos familiares, solemos sufrirla desde el palco, así que el pasado sábado pude ver el fútbol con buenas vistas y mejor catering.

Ir al Bernabéu es como ir a misa. Si Bustos dijo que ser del Madrid supone la perfecta ocasión para ser todo lo que se desaconseja ser en política —identitario, tribal, ingenuo, apasionado, injusto, infantil y feliz—, yo pienso que esa remera blanca se asemeja a un hábito cisterciense. Ser del Madrid implica una creencia ciega, una fe férrea que yo, como católico, no puedo más que envidiar. El sábado descubrí en Chamartín que el madridismo es un credo de dogmas inamovibles, una aspiración vital de pureza y, si me apuras, hasta una cosmovisión geopolítica.

Fui a misa el sábado, decía, y pienso que desde que Benedicto XVI viniera a Madrid en la JMJ de Cuatro Vientos, yo no recordaba manifestaciones tan multitudinarias de fe en la capital —exceptuando los mariachis de Génova. Sonó el cántico de entrada y la feligresía se puso de pie, viendo entrar al que iba a oficiar aquella eucaristía. Con traje salió Ancelotti, con esa suerte de casulla del que se sabe anfitrión. Y sus monaguillos acompañaron durante todo el oficio.

Con el 5-1 descubrí que Chamartín no es el Parnaso sino un matadero donde el equipo visitante cumple a la perfección la función de cordero sacrificado. Es el césped un altar sacrosanto, un ambón el banquillo. Aún así, me costó entender que era la propia Real Sociedad la que se nos iba a ser entregada, a la luz de todos, como si la Cruz no la hubieran clavado un viernes por la tarde, como si las misas hubieran salido ya de las catacumbas. En pleno centro de Madrid un equipo estaba siendo sacrificado mientras el fondo sur, sanedrín de Florentino, martillo de herejes, gritaba «crucifícalo, crucifícalo». Y si el miércoles pasado comenzó la Cuaresma, la Real vivió en noventa minutos un Getsemaní concentrado.

Salí del Bernabéu como Peyró salió de Las Vegas: necesitando una semana en Castel Gandolfo, o lo que es lo mismo, sabiendo que mis hijos tendrían carné de socios. Porque el equipo que siempre he repudiado, el sábado me supo a bálsamo ignaciano. Un partido en el Bernabéu es una misa en Chamartín, una peregrinación a Covadonga y un ángelus del Papa. El partido renovó las palabras que días antes escuché en otra misa: «Recuerda que eres polvo y al polvo volverás». Toda una lección de fe.