Acaba de ver la luz en nuestro idioma la biografía de Dostoievski, y como uno ha tenido el privilegio de ser su traductor, pues está de enhorabuena; pero lo está más todavía como lector, porque ese millar y pico de páginas son sencillamente lo mejor que uno ha leído o traducido nunca en el género. La vida de Fiódor Dostoievski fue compleja y fascinante; el arte de Joseph Frank está en narrar, además, su época, que abordó todos y cada uno de nuestros grandes dilemas existenciales. Es, en consecuencia, una biografía del ser humano mismo. Con la grandeza de los frescos intemporales, Frank nos ayuda a comprender el origen de nuestros problemas, desde el delirio transhumanista a la ideología woke, pasando por la enfermedad relativista que nos corroe y las motivaciones de Vladimir Putin, porque en la era de Dostoievski se alumbró la revolución bolchevique, el nacionalsocialismo, el nacimiento de las superpotencias y los males que hoy resquebrajan a Occidente.

Si bien, tras dos guerras mundiales, Europa vivió una reconstrucción en casi todos los órdenes, la descomposición moral y trascendental de Europa a la que se enfrentó Dostoievski está viviendo una reedición en nuestros días. No es sólo que las dificultades que él plasmó en Los demonios o Pobres gentes no hayan sido solventadas; es que son muy persistentes y tal vez nunca se solventen. Las costuras humanas son las que son, y si bien hemos avanzado en muchos órdenes, seguimos llevándonos regular con nuestros infiernos, como el egoísmo o el poder, y el trasfondo de nuestra vida sigue siendo el mismo: la muerte. Ese trasfondo que cada vez nos indigna más y vemos más atolondradamente fue para él una oportunidad gozosa, una vía a la creación que también puede serlo al bien: «La muerte nos sorprende en el camino hacia algo que todavía deseamos —escribía—, dale a un hombre todo lo que desea y, sin embargo, en ese mismo momento sentirá que ese todo no lo es».

El libro de Frank es además incómodo como solo lo son las grandes obras, que nos obligan a pensar sin excusas. Prospera en los últimos tiempos una modalidad de cancelación muy idiota: desechar artistas por cómo eran «como personas». Para esta escopeta averiada, pocos blancos mejores que Dostoievski, antisemita y singularmente nacionalista, y, para colmo, ruso. Si Putin, que no parece ser de esos, leyera, sin duda leería con fruición las diatribas del escritor contra la decadencia de Occidente, dichas con premonitoria convicción dos siglos antes. Por supuesto, en lo mejor de su producción, Dostoievski apenas mete la pata con estas veleidades xenófobas, y es de siempre que los lectores serios sepan abrirse paso entre esos escollos para gozar la grandeza, de igual modo que son legión quienes pueden disfrutar a Wagner «sin que el cerebro se les vuelva nazi».

Dostoievski fue una especie de anti-influencer: apenas gozó de éxito hasta el final de sus días, y paso toda su vida huyendo de acreedores, por sus exiguas ganancias y su adicción al juego. Y uno colige que fue no a pesar de esas calamidades, sino gracias a ellas, que creo un arte tan grande. Hoy proliferan los cursos y los coaches que «te ayudan a escribir bestsellers», y así están los anaqueles de las librerías, atestadas de árboles mancillados, de libros insulsos y prescindibles. La verdad que Frank nos enseña es que escribe bien quien por necesidad escribe, y que antes o después hay que escoger entre la verdad y la belleza y los flashes y los cheques. La posteridad, para muchos, es una cosa muy tonta; pero más tonto es creer que el dinero significa algo, que convalida lo que uno hace. El autor de Los hermanos Karamázov jamás cedió a las presiones comerciales, cosa que a él le dio muchos disgustos, para disfrute nuestro y de las futuras generaciones.

Los cuentos y las novelas de Dostoievski no son para pusilánimes. Apuntes del subsuelo, por ejemplo, una obra prodigiosa, da más miedo, en conciencia, que los filmes Insidous y Sinister juntos, porque es un descenso real a los infiernos del alma humana, y no una pamplina paranormal con prefabricados sustos. Tiene gracia que sigamos buscando lo terrorífico en lo extrahumano, cuando no hay nada más espeluznante que el hombre cuando rebosa egoísmo. No hay nada que nos ponga más en guardia ante este mal radical que las aventuras extraordinarias que Dostoievski escribió para nosotros. Casi todo lo que ahora nos duele, en nuestras inmediaciones o nuestros asuntos públicos, aparece dramatizado en el quebrado relato de este «hombre del subsuelo», al que el autor nos enseña también a amar, después de todo. Y así es como ese terror nos acrecienta —no nos hace mejores, pero nos da otra oportunidad de quererlo—, nutriendo nuestro pensamiento y nuestro sentimiento.

Pocos pueden, como hace Frank, aunar los vericuetos de un ser humano al que le pasó de todo —desde la gloria a Siberia, desde la entrega amorosa a la más arrasadora pérdida— con los matices de una batalla de ideas que configuraría el siglo xx, y por lo tanto el nuestro. En las conversaciones de aquellos inquietos rusos que desfilan por la biografía (Turguénev, Belinski, Herzen y el resto), se fraguaron la Shoah y Stalin, y hasta el milagro europeo de la posguerra. Cuando uno se da una vuelta por las redes, o hasta por el Congreso, a uno se le caen los palos del sombrajo al ver en qué estupideces está cierta gente (demasiada gente); en cambio, aquellos tipos se arremangaron y se enfrentaron a las cuestiones que en verdad han de quitarnos el sueño, en qué consiste la libertad o el bien, si Dios existe, qué le ocurre al mundo cuando la compasión deja de ser un deber o de qué va lo de la vida buena. Aquellos tipos estaban, en definitiva, a lo que importa; saber de ellos es otra forma de recordar que la vida va en serio.

Del siglo xix hasta aquí, el mal tiene aproximadamente el mismo rostro: la amoralidad y el nihilismo, ahora llamados relativismo. Dostoievski ha sido y es uno de los grandes campeones mundiales contra esta lacra, y es por ello por lo que les debemos tanto. La moral (la ética), sólo es seria cuando es objetiva, algo que justo en tiempos de Dostoievski comenzó a ser fuertemente rebatido. Después llegaría Nietzsche, quien, precisamente por estar en el polo opuesto del escritor ruso, admiró su obra y la utilizó para construir su descabellada alternativa, el amoral superhombre. En este sentido, no se ha escrito nada parecido a Crimen y castigo; y cualquiera que hoy converse con gente sin mediar el señuelo de la pantalla sabe cuántos Raskólnikov hay ahí afuera. Quien, además, como servidor, esté en contacto con los más jóvenes, se dará cuenta del peligro real que supone que la amoralidad esté recuperando terreno, y cuánta falta nos haría asegurarnos de que nadie llega a la mayoría de edad sin su ración mínima de Dostoievski.

Explicaba Jordan Peterson en uno de sus exitosos vídeos que necesitamos leer a Dostoievski porque no ha habido, descontado Shakespeare, nadie que haya penetrado a más profundidad en el alma humana. Dostoievski es profético, en el sentido preciso del poema de Pushkin que tan bien recitaba: «Levántate, profeta, mira, oye, / deja que mis palabras vean y escuchen / quienes de mí se apartan, y abrásalos con mi ardiente palabra». Decimos que estos autores son intemporales precisamente porque el ser humano lleva toda la vida enfrentándose a los mismos dilemas, y unos pocos, armados de palabras y de belleza, han logrado ponernos ante ese espejo que mejor nos refleja. Esta biografía nos permite, además, entender el camino de sufrimiento que hay que emprender para poder pulir para la humanidad esas fidedignas superficies, y por qué quienes aducen que la mal llamada inteligencia artificial algún día escribirá grandes textos solo dicen tonterías.

Hay unos pocos libros que contienen universos, y esta biografía es uno de ellos. No hay mejor antídoto contra lo insustancial y pasajero, que anega nuestras vidas, que un libro de estos: una matrioska de historias culturales y personales que nos ayuda a desentrañar nuestro mundo. Todavía hay gente que piensa que entender es una maldición, porque es toparse con la fealdad del mundo; es una postura desinformada que ignora que también está cuajado de hermosuras.  Dostoievski captó como pocos la sencilla bondad del pueblo llano y el infinito valor de la misericordia, y también nos enseñó que el bien no es algo que pueda ser deducido, intelectualizado, que es en el corazón donde reside la grandeza; que la bondad es eso, sentir lo debido. Y no lo hizo dando la matraca con discursitos, como los que hoy abundan, sino a través de la grandeza de sus personajes, que son más de carne y hueso que muchos mortales.

David Cerdá
Soy economista y doctor en filosofía; consultor en gestión, innovación y personas, conferenciante y profesor en escuelas de negocio. Escribo (con Ética para valientes, 2022, serán siete 'hijos') y traduzco (más de una veintena de títulos: Shakespeare, Rilke, Deneen, Furedi, Tocqueville, Stevenson, Lewis, Ahmari y McIntyre entre otros). Más información en dcerda.com