El Perú era, y es, un país marcadamente centralista, no sólo en lo económico, sino también en su vertiente social. Es palpable la existencia de una enraizada distinción y distancia, no únicamente física, entre el capitalino y el denominado provinciano, es decir, entre el limeño y todo aquel que habita fuera de la capital.
Sendero Luminoso comenzó a emplear su cruda y desmedida violencia en la carente Sierra Central y en la selva, muy lejos de Lima, ya que el postulado de Abimael Guzmán, bebiendo de las fuentes del maoísmo, era iniciar la lucha en el campo para luego hostigar las ciudades. Así, mientras pueblos enteros y miembros de la Iglesia Católica que ocupaban el espacio donde el Estado no llegaba eran diezmados y masacrados, las autoridades de la capital y sus medios de comunicación parecían dormidos ante la devastación, el drama y la tragedia que empezaban a sacudir el corazón de la nación.
En su fatal deriva y despropósito, Guzmán partía de una idea y percepción erróneas ya que, a diferencia de la China previa a Zedong, el Perú no se constituía en una sociedad cuasi feudal ni semicolonial, por lo que era irracional intentar adoptar los principios de Mao en el país andino que ya, por aquellos entonces, venía aplicando de manera efectiva una intensa reforma agraria y gozaba de una total soberanía e independencia.
El presidente Gonzalo y su Guerra Popular
La primera acción insurgente de Sendero ocurrió el 17 de mayo de 1980, cuando varios de sus componentes, fuertemente armados, acceden a un centro de votación en Chuschi y prenden fuego a las urnas y papeletas en el transcurso de las elecciones generales.
Durante ese mismo año y el siguiente se avivan progresivamente las acciones subversivas, llegando a contarse más de 200, y comienzan los asesinatos. El Gobierno de Fernando Belaúnde actúa de una manera tibia y apenas mueve pieza dentro del tablero donde se estaba desarrollando este macabro juego. El mandatario no trata la situación con la conveniente seriedad y la contempla como algo puntual, dando por seguro que jamás alcanzaría Lima. Incauto, denota de este modo una terrible insuficiencia que, a la postre, resultaría fatídica.
El terror que Sendero Luminoso empieza a desatar en el campo provoca entonces un gran éxodo, produciéndose un enorme movimiento migratorio hacia las ciudades.
Retornemos un instante a China. Por aquellos tiempos, Deng Xiaoping ya era el nuevo Líder Supremo del gigante asiático, tras la muerte de Mao. Comunista pero aperturista, tildó al maoísmo de absoluto fracaso y, a través de una profunda reforma política y social en contra de los postulados clásicos, logró el milagro económico, mitigando en gran medida la hambruna y miseria que fustigaban su patria y dando el primer paso para convertirla en la superpotencia que es hoy.
El presidente Gonzalo, como era conocido Abimael por sus prosélitos, calificó a Xiaoping como «traidor y perro capitalista», llevando a término su particular protesta el 26 de diciembre de 1980, aniversario del nacimiento de Zedong.
Durante la madrugada anterior, senderistas torturaron repugnantemente a decenas de canes para después ejecutarlos a pedradas y colgarlos en postes y farolas a lo largo y ancho de las principales avenidas de Lima. Todos ellos aparecieron empalados con tubos y con carteles adosados, donde escribieron amenazas de bomba y consignas contrarias a Deng Xiaoping. La capital tardó en sacudirse de la conmoción y el espanto con los que amaneció aquel día.
A partir de 1982, Sendero empieza a asediar duramente las grandes urbes. Se intensifican las matanzas indiscriminadas, las voladuras de estaciones eléctricas y torres de alta tensión, los robos a sucursales bancarias, los asaltos a cárceles para liberar a terroristas, y los atentados contra establecimientos comerciales, sedes diplomáticas y locales públicos que causan cientos de muertos y pérdidas millonarias por todo el país.
Es entonces cuando el Ejecutivo despierta de su letargo, muy tarde, y empieza a ser consciente de que el Perú puede estar herido de muerte. Declara el estado de emergencia y encarga el completo control político y militar a las Fuerzas Armadas.
Una sed de dolor y destrucción insaciable
Igual que bestias rabiosas, el grupo subversivo prosigue atacando y mordiendo con odio a todos aquellos pueblos y comunidades que se oponen a su sometimiento y opresión, desplegando una agresividad y desprecio por la vida humana insólitos.
Así, en 1983, varios de sus militantes se adentraron en Lucanamarca para destripar y asesinar, usando hachas y machetes, a 69 personas, incluidos recién nacidos, mujeres embarazadas y ancianos. Antes, para martirizarlos, fueron quemados con agua hirviendo. 135 inocentes corrieron la misma suerte en la aldea de Uchuraccay, que perdió una tercera parte de su población. Previamente a la acción, sus autoridades rogaron ayuda al Estado, pero nadie los escuchó.
En 1984, en Ayacucho, acontece el suceso conocido como el expreso de la muerte: 40 senderistas, que habían secuestrado un autobús, se desplazaron por varias localidades de la región matando sin piedad a todos aquellos que se encontraban en las paradas y marquesinas aguardando el transporte público. 117 desdichados murieron esa jornada bajo los golpes de martillos, picos y piedras. Además, el día de Navidad de ese mismo año, exterminan a 40 personas en Pampacancha, la mitad de ellos eran niños.
En 1987, quitan vilmente la vida a 22 campesinos en Viracochán, a 15 pobladores en San José de Secce y a cinco hombres más en el Valle de San Francisco. Estos actos tuvieron lugar en represalia por un levantamiento llevado a cabo por los lugareños, hastiados por los incesantes abusos, injusticias y excesos perpetrados por parte de los terroristas.
En 1989, una gran columna formada por 350 sediciosos asaltó por sorpresa la comisaría de Uchiza. Tras un duro enfrentamiento, decidieron dinamitar el puesto policial aniquilando a tres civiles y siete agentes. Los tres oficiales de más alto rango fueron apresados vivos luego de rendirse. Llevados a la Plaza de Armas, se opusieron a facilitar información a pesar de las espantosas torturas sufridas. Ante esta negativa, los fusilaron públicamente. Poco después, se produce el holocausto Asháninka, donde los subversivos ejecutaron a 6.000 miembros de este pueblo indígena del Amazonas.
Son sólo algunos ejemplos y muestras de la descomunal barbarie senderista ocasionada fuera de Lima. Mientras, en la capital, continuaban sin tregua los asesinatos de políticos, empresarios y militares. A todo ello, se une un contexto de crisis económica nunca antes vivida en el país, con la peor hiperinflación en la historia de Iberoamérica, llegando a la inverosímil cifra del 2.178%. La situación es incontrolable. El Estado, desgastado y encogido, se encuentra arrodillado y cerca de sucumbir.