Necropolítica es un término acuñado por el historiador camerunés Achillle Mbembe en su ensayo Necropolitique (2006). Este autor define la soberanía como parte de la necropolítica, es decir, como «el poder de dar vida o muerte». Repárese en que el término de origen latino necro está emparentado con nigromancia (necromantia), las artes oscuras de invocar a los muertos. Y es que hay una antigua variante de la necropolítica que es, en cierto modo, necrófaga: la damnatio memoriae, esto es, el castigo de la memoria de los muertos, una forma de darles una segunda muerte.
Esta política de la venganza de ultratumba era una práctica frecuente en la antigua Roma y consistía en proscribir el recuerdo de una persona tras su muerte, si ésta era considerada enemiga del Estado. Se decretaba oficialmente la condena de su recuerdo, mediante una serie de medidas como la retirada o destrucción de sus imágenes, el borrado de su nombre de las inscripciones en piedra, o la condena al olvido de su nomen mediante la prohibición a sus descendientes de usarlo. Hoy día a la milenaria damnatio memoriae romana se la conoce como memoria histórica y pretender ser el summum del progresismo.
Un aspecto crucial de las políticas de damnatio memoriae en todas las épocas consiste en la profanación de tumbas. El historiador alemán Olaf Rader en su ensayo Tumba y poder (2003) ha hecho hincapié en esta idea: «Los ritos funerarios de carácter político refuerzan las relaciones de dominio». Entre estos ritos se encuentran tanto los enterramientos como los desenterramientos. Se puede conocer la ideología de una época por cómo honra o deshonra los restos fúnebres de una figura. De hecho, se puede intuir que se asiste a un proceso revolucionario cuando se producen profanaciones de tumbas. En este sentido, el curioso destino de los restos mortales de Descartes, enterrados y desenterrados sucesivas veces al albur de los cambios políticos en Francia resulta muy instructivo (véase Russell Shorto, Los huesos de Descartes, 2009).
Los restos del gran filósofo francés al menos no fueron ultrajados. No es el caso de tantas figuras históricas cuyas tumbas fueron profanadas en procesos revolucionarios. Que este fenómeno está necesariamente vinculado a las revoluciones lo pueden ilustrar unos cuantos ejemplos históricos. Por supuesto, el mejor ejemplo lo tenemos en la Revolución por excelencia, la Revolución Francesa. El 31 de Julio de 1793 la Convención Nacional, en el periodo del Terror jacobino, adoptó la resolución de exhumar (con una intención profanadora) las «cenizas impuras» de los tiranos (es decir, los reyes de Francia) enterrados en la Abadía de Saint-Denis, con la excusa de recuperar el plomo de las tumbas para el esfuerzo bélico de la República. En total, los restos mortales de 170 personajes que habían construido Francia a lo largo de mil años, unos venerables como San Luis o San Dagoberto, y otros menos, fueron arrojados a fosas comunes: 46 reyes, 32 reinas, 63 príncipes, diez ministros y dos docenas de abades benedictinos de Saint-Denis.
Algunos cadáveres en buen estado de conservación como el de Enrique IV fueron expuestos a la curiosidad de las masas revolucionarias. La mayoría de los cadáveres regios sufrieron todo tipo de mutilaciones a manos de los jacobinos, deseosos de llevarse como fetiches restos de los que habían sido sus soberanos: uñas, cabellos, dientes fueron arrancados por la turba. También los sarcófagos de los santos abades de Cluny fueron profanados ritualmente y la gran abadía benedictina borgoñona, el principal monasterio de la Europa medieval, fue destruida.
Esta terrible vejación de lo más sagrado de la memoria de Francia tuvo ecos en otras muchas revoluciones, tanto liberales como marxistas, de los siglos XIX y XX. Un caso particularmente vergonzoso lo encontramos en España en la profanación del cadáver del que probablemente haya sido el gobernante más grande que jamás hayamos tenido: el Emperador Carlos V.
Durante los desórdenes de Septiembre de la Revolución Gloriosa (sic) de 1868 elementos revolucionarios abrieron la sepultura del Emperador en el Monasterio de El Escorial y el cadáver fue profanado y expuesto públicamente a la curiosidad de los lugareños. Partes de su cuerpo fueron mutilados y puestos en venta, siendo la historia de los avatares de su dedo meñique particularmente atrabiliaria. Pero aquí no terminó la cosa. En el año 1936 los milicianos exhumaron por segunda vez la tumba del César Carlos, lo cual resulta revelador de una tendencia profanadora inserta en el ADN revolucionario.
La Revolución Cultural de la China de Mao es quizá el último ejemplo a gran escala de necrofagia política. La Guardia Roja no sólo acosó a profesores e hizo quemas públicas de libros, también destruyó sistemáticamente venerables monumentos históricos (templos confucianos, monasterios budistas, iglesia cristianas, antiguas bibliotecas…). Entre esos monumentos del pasado, las tumbas fueron objeto predilecto de ataque. Así, el Cementerio de los descendientes de Confucio en Qufu fue atacado por la Guardia Roja en noviembre de 1966 y algunos de los que allí descansaban fueron desenterrados y ahorcados. También la tumba del Emperador Wanli (Dinastía Ming) fue profanada. Los restos del Emperador y sus consortes fueron arrastrados fuera, sometidos a un juicio sumarísimo y luego quemados. En definitiva, se podría concluir diciendo que no hay revolución sin profanación.