El otro día fui al cine a ver El amor en su lugar. Me pareció que podía ser buen plan para disfrutar de una noche lluviosa de lunes. Vi recomendada la película aquí y allá: española, en versión original —la grabaron en inglés. Yo qué sé—, ambientada en la Segunda Guerra Mundial… ¿Qué podía salir mal? La verdad es que entré en la sala con pocas expectativas. Así dejaba más espacio al asombro. Y funcionó. Salí alegre y sorprendida, deseando plasmar en un papel las ideas que me invadían mientras disfrutaba de aquel rato formidable.

Antes que nada, para no llamar a engaño, quiero empezar estas líneas pidiendo perdón. En primer lugar, porque quien se anime a seguir leyendo corre el peligro de enterarse de alguno de los secretos de la trama. Mea culpa, enemigos del destripe. O, como acostumbramos ahora a decir, del spoiler. En segundo lugar, porque mis conocimientos sobre cine son mínimos. Mucho más sabe de películas mi hermano pequeño Juanito, a quien animo encarecidamente a compartir con el resto al menos un poco de su gran sabiduría en la materia.

Así, con estas disculpas como presentación, hete aquí una reflexión de un largometraje que considero imprescindible para el historial cinematográfico de cualquiera: se abre el telón. 1940. Polonia. En el interior de un gueto de Varsovia un grupo de actores judíos representa una obra de teatro. La intención es paliar con risas la dolorosa situación que están viviendo. Confinados entre unos cuantos muros. Excluidos y tratados con escasa humanidad. Y ahí están, pasando el tiempo entre risas. Las manos congeladas por el frío. El corazón deseando calentarse. Primera lección. La risa es un remedio eficaz para casi cualquier mal. La risa y el dolor son movimientos de un mismo corazón, son sístole y diástole. No se trata de pasar como de puntillas por el sufrimiento que la vida naturalmente ofrece, sino de entender que el ser humano, que tiene la capacidad de trascender ese sufrimiento, puede elegir vivirlo con una mayor grandeza de ánimo.

De la comedia se pasa al drama y en la trama se dan cita varias historias de amor: uno no correspondido, otro imposible. Patryck es el guionista y uno de los protagonistas de la obra de teatro y está locamente enamorado de Stefcia. En un arrebato de preocupación por la vida de esta y por la suya propia, Patryck ofrece a la joven actriz un salvoconducto. «Vayámonos juntos —le dice— es la única manera que tienes de salvar tu vida. ¿Es que acaso quieres morir?».

Pero Stefcia se debate interiormente. Ella no está enamorada de Patryck sino de Edmund, otro de los colegas con los que comparte escenario. ¿Por qué debería huir para vivir? ¿qué sentido tendría su vida sin Edmund? Para ella, vivir es estar con quien ama.  Así lo expresa en una de las canciones que condimentan con alegría toda la película:

Todo lo que he soñado en la vida no significa nada si la vida es sin ti.

Todo lo que he temido en la vida pierde su fuerza cuando la vida es contigo.

Aquí viene la segunda lección. Stefcia elige amar incluso cuando el amor le lleva a despedirse de su amado. Tras unas angustiosas horas de incertidumbre la chica advierte una verdad que estaba llamando insistentemente a la puerta de su entendimiento, pero ella se resistía a dejar pasar. El centro de su reflexión, que hasta ese momento estaba en sí misma, se va desplazando hacia su amado. Y del yo al su corazón hace un viaje tan sufriente como fecundo. Comprende que quiere más la vida de Edmund que su propia vida y resuelve el dilema: amar o ser amado, esa es la cuestión. Ella elige amar.  El movimiento interior que le impedía contemplar una vida sin Edmund es absorbido y transformado a medida que el amor se hace más profundo, más descentrado, más semejante. Pero su decisión deja abierto el camino de la esperanza. Quizás convenciéndose del hecho de que quien pierde amando, siempre recupera cien veces más.

La trama continúa, trasladándose desde los bastidores al escenario y del escenario a los bastidores. Este movimiento recuerda constantemente al espectador que el vivir consiste en hacer malabares para equilibrar lo que ocurre dentro de uno y lo que debe ser revelado al resto. Tercera lección. La vida siempre tiene algo de teatro que lejos de defraudar la autenticidad expresa de alguna forma lo más auténtico del amor. Las madres -si los padres me lo permiten- son expertas en jugar a este juego. ¿Quién no ha se ha dejado cautivar alguna vez por el amor de una madre que sonríe y se desgasta sin dejar que se vislumbren apenas los sufrimientos en su rostro? Algo así era lo que nos enamoraba y todavía hoy nos enamora de la película La vida es Bella.

Por último, casi al final de la historia, un excéntrico soldado nazi provoca una situación trágica que deja el ambiente helado por la tristeza. Un tiro a quemarropa acaba con la vida de uno de ellos. Todos están confundidos. Los soldados con sus escopetas cargadas. Ellos, completamente desarmados. Sin embargo, deciden continuar la obra. Y la terminan. Y su perseverancia, animada por la realidad y también a pesar de ella, consigue del público el ansiado aplauso que hasta ese momento estaba contenido dentro de los bolsillos de sus abrigos, paralizado por el frío y por el miedo. Para mí, esa es la última lección que ofrece la película: el amor que abraza la realidad, a veces revestida de sufrimiento, es un espectáculo digno de los más afectuosos aplausos.