Hay una escena de los hermanos Marx que siempre me ha fascinado. No recuerdo la película, y hasta puede que sea apócrifa; da lo mismo. Están Groucho, Harpo y Chico corriendo a toda velocidad cuando este último, inopinadamente, se detiene y se pregunta en voz alta adónde van con tanto apuro. Es Groucho quien le contesta: «No tengo ni la menor idea, pero si vamos más deprisa, llegaremos antes». Me parece que ahí está el cogollo de la principal cuestión filosófica de nuestro tiempo, o, al menos, el clavo ardiendo del que la ética no puede desasirse. ¿Qué ha dejado de funcionar y qué sigue no funcionando en el modo en que vivimos? ¿Dónde nos perdimos y qué es lo que aún no hemos encontrado?

Las preguntas se las traen —absténganse pusilánimes—, y requieren, para poder afrontarse, de buenos compañeros de viaje. No es sólo por entender más, sino también por la compañía, ese deseo tan básico y minusvalorado. Por eso leí lo último y también lo primero de Esperanza Ruiz,Whiskas, Satisfyer y Lexatin, a sabiendas de que no abundan los flâneurs ni las flâneuses en nuestra ciudad global posmoderna, y de que ella es sin duda una de las más perspicaces. Releí sus artículos con la demora a la que invita el papel para recopilar sus respuestas y por gozar de sus estocadas; para quienes todavía no la conozcan, ella es una especie de Cyrano de Bergerac de nuestros días.

Su texto bien podría subtitularse Desarmando imposturas. Tiene para todos, pero conviene ir por partes. Para empezar, feminismo y mujeres. En verdad hay pocas cosas más cargantes que la sororidad de shopping, esa pseudoamistad hecha de cupcakes, Cosmopolitan y lencería que su pieza Whiskas tan bien describe. No hay manera de dudar del proceso de liberación que la mujer ha emprendido, de las cadenas que sobre todo en el primer mundo ha quebrado; pero es miope e idiota no denunciar los indeseables desvíos. Por ejemplo, la mentira del empoderamiento, ese hábil sustituto del poder verdadero con el que se sigue timando a las mujeres. Si empoderarse es congelar tus óvulos para pisar moqueta en Silicon Valley, pues ya me contarán ustedes.

El nudo gordiano de lo que nos pasa es esa «oligofrénica búsqueda del perfecto consumidor» a la que Ruiz se refiere. Ahora que las revistas de estilo, las tecnológicas y el Super Pop se han fusionado, todo está a merced de nuestros más livianos instintos, y es ese tráfago el que está disolviendo nuestras solideces y nuestras comunidades. Con todo, no nos mata la frialdad comercial, sino la fría comercialidad del mundo en el que malvivimos, que es un beso Breznev que Marcuse y Zuckerberg se han dado. La búsqueda de uno mismo iniciada en Woodstock y París allá por el sesenta y tantos ha orillado en esta hiperindividualidad satisfecha aventada por los mercaderes del Templo. No se trata de demonizar el Black Friday o las redes sociales, Dios nos libre; se trata de admitir gallardamente que no teníamos ni el corazón ni el intelecto preparados para este giro sociológico de los acontecimientos.

Uno sabe que el mundo es injusto y peor cuando la fealdad campea. El pop art y lo kitsch fueron muy serios avisos que descuidamos; luego llegaron el reguetón y los engendros desfilando en Milán y ya fue demasiado tarde. ¿Es la crisis de elegancia una señal, o la cosa misma?  Uno, de natural desastrado, sospechaba que la elegancia era un asunto serio, pero con Ruiz he terminado por convencerme. Le cedo la palabra: «La elegancia es un don de la naturaleza, pero también un arte que se cultiva conociéndose a uno mismo y adaptando la actitud exterior a la interior. El atractivo es aleatorio e injustamente repartido, pero la personalidad, la virilidad, la honestidad intelectual y el espíritu de pueden trabajar y deben transmitir algo».

La elegancia es centrífuga, no centrípeta, como ella explica. Tiene gracia que denueste la sprezzatura, cuando lo suyo es pura y literaria sprezzatura intelectual: una completa ausencia de artificio desde la exuberancia.

Tiene narices que haya que leer a una outsider de la intelligentsia para constatar que aún hay —pero no en la izquierda— alguien que se preocupa honestamente por los currelas. Cada vez hay menos gente que trague a la izquierda caviar entre quienes están trabajando, por estupendos motivos; y, ¿saben ustedes?, nueve de cada diez autónomos españoles son de facto currelas. «Compre su lucrativa coartada moral —escribe Ruiz— que los problemas de la clase trabajadora se solucionarán solos». En lo tocante al creciente precariado digital, cuando levante la vista del ordenador, de Trello y Google Drive, sí, pero también de Netflix y Tinder, y se dé cuenta de la estafa guerracivilista, ecosostenible e identitaria a la que ha sido sometido, volverá la vista a Esperanza Ruiz y Ana Iris Simón, esa otra facha (ésta, según dicen las malas lenguas, encubierta).

La versión más encendida de la autora —la que baja el arcabuz del altillo— está en su crítica de la espiritualidad New Age, la religiosidad Ikea. Contra los coachs, la «catequesis kumbayá», los «ramalazos sincretistas» y en definitiva contra la sinvergonzonería del alma: aquí no deja títere con cabeza. Es de agradecer que alguien grite contra tanto majadero; a ver si entre unos cuantos conseguimos hacer menos atractiva la farsa. Tenemos el alma echa unos zorros, y la culpa es de todos, por no habernos tomado en serio a Nietzsche y saludar la muerte de Dios como si fuese un bando que anunciase las fiestas del pueblo. Como dijo Chesterton, quienes no creen en nada terminan creyendo en cualquier cosa.

Es tontorrón identificar al Marketing con el Maligno. No hay que culpar al negocio, sino a nuestra desgana y nuestra falta de agallas. Siempre hay víctimas; pero hay más irresponsables. El problema está en los soma de la posmodernidad, y en cómo los abrazamos por no estar bien constituidos: la comida basura o la vegana, el body cult, el sexo banal, la tecnología, los tranquilizantes y «las experiencias», la vida como un checklist de baratillo y no precisamente barato en vez de la vida arrojada, trágica y sensible a la que el ser humano, cuando va de veras, irremediablemente se aboca. El caos siempre nos acecha; todos esos jueguecitos no son sino diversiones, en sentido militar, porque el orden está siempre y sólo en el bien, el amor, la verdad y la belleza.

Basta un vistazo a Spotify para constatar cuantos soldados hay en el ejército del enamoramiento. Pero el amor de veras no tiene quien lo defienda, y aquí es donde este estupendo texto más me emociona. Está por escribir en nuestro siglo una reivindicación del amor para siempre; pero ya tenemos los prolegómenos. No esperen, sí les digo, aproximaciones mojigatas, ni alguien que les diga que «todo mal», como ese diario innombrable; esperen la voz descarnada de la experiencia y ni una sola zarandaja. «El verdadero milagro es quedarse», escribe la autora; hay que aspirar «al honor y no al engaño», advierte más adelante. Pide reclamar la sangre, la batalla, «apostar a pérdidas», porque eso es el compromiso, y no se puede tener a la vez la variedad y el sentido.

Bene curris, sed extraviam, decía Agustín de Hipona. Ahora estamos igual, es decir, mucho peor, porque nuestra cultura se ha convertido en un Centro de Alto Rendimiento para hacer de cada ciudadano global un atleta insensato, ad maiorem business gloriam. En cierta ocasión en que le sujetaron el cubata, ese prohombre jipi y lisérgico, Charles Bukowski, se descolgó con esto: «La tristeza es causada por la inteligencia. Cuanto más entiendes ciertas cosas, más desearías no comprenderlas». Pues bien, no es cierto. Podría demostrarlo tirando de ciencia y decir que no existe correlación alguna entre coeficiente intelectual y depresión, o eso dicen los estudios de que disponemos. Pero prefiero demostrarlo con el ejemplo encarnado de Esperanza, que es, valga la redundancia, un motivo para la esperanza: la inteligencia sabe reír, sabe dar y sabe amar. Y además sabe escribir, ¡vaya si sabe!; leyéndola recuerda uno qué sexy y unisex es la inteligencia, cosa que, por supuesto se le escapó a Bukowski, misógino beodo y singular poeta.

Oh, no, sorpresa: aquí hay una voz que no podrá ser ignorada. Reprendían los Mecano a Dalí por morirse diciendo que «andamos justos de genios»; a la autora de Abuelos (ese artículo se leerá dentro de cincuenta años) hay que pedirle que siga escribiendo a marchas forzadas, porque de lo que andamos justos nosotros es de voces profundas valientes. Hay mucho zasca y muy poca mirada; y es gloria ver cómo alguien se toma la molestia de arrojar irónica absenta sobre nuestra sociedad cínica y extraviada. La soledad, la vulgaridad, la fealdad, la cobardía. Nuestros males tienen remedio: corran a la librería y compruébenlo por sí mismos.