La visita de Javier Milei al encuentro del Viva Europa 24 no sólo trajo consigo la polémica al buscar éste la confrontación directa con el Gobierno de España y su presidente. También abrió un debate en el tablero nacional respecto a las cuestiones que conciernen a la justicia social. Así lo hizo en la ponencia que dio primero al presentar su obra, y al día siguiente al lanzar el discurso contra el socialismo y las injerencias políticas en las vidas de los particulares.
No sólo ha planteado la cuestión el dirigente del país austral. También Juan García Gallardo, vicepresidente de Castilla y León, pedía una mayor facilidad para distribuir la propiedad y permitir que los más jóvenes tengan oportunidades análogas a las de generaciones mayores. En España se da el caso de que en tres generaciones se ha pasado de ser propietario antes de los 35 a verse este objetivo como algo cada vez más distante. Por ello, vuelve a estar el concepto de la justicia social de fondo, subyaciendo a una cuestión tan viva en nuestros días.
Sin embargo, el discurso a favor de dicha justicia no creo que deba afrontarse con la dialéctica del siglo XIX, cuando el socialismo se expandió impulsado por un liberalismo sostenido en la economía como fin último. La Iglesia disertó con encíclicas sobre la justicia social, creando la Doctrina Social de la Iglesia que no es ni mucho menos un guiño al marxismo. La Iglesia dio pautas de discernimiento para que el católico pudiera orientar sus acciones económicas a criterios que se acerquen a las virtudes tan propias de la tradición católica como la caridad o la misericordia. En cambio, cabe preguntarnos si nos encontramos en una tesitura similar a la de aquel entonces para creer que lo justo socialmente hoy sea un Estado con mayor poder interventor, convertido en juez y parte para saber qué es lo justo respecto a los esfuerzos y labores de los particulares.
Para empezar este ejercicio de discernimiento —que, en última instancia, es lo que pide la Iglesia con el devenir de los tiempos— deberíamos considerar cuál es el estado de las cosas. ¿Está el ciudadano desprotegido? De ser así, ¿cuál es la principal fuente de desprotección? ¿Por dónde viene un mayor abuso, por parte del Estado o del mercado?
Hago estas cuestiones porque hay un mantra generalizado a no querer reducir nuestro Estado elefantiásico contemporáneo, sino que la pretensión es usarlo a favor de quienes sean de «nuestra misma cuerda». ¿Y acaso subvertir el Estado actual a nuestros fines sería una solución más justa? ¿O podría ser incluso más perjudicial a la postre?
Con todo esto, lo que intento decir es que la caridad católica subyace a la justicia social, y la caridad resulta difícil de aplicar bajo elementos coactivos como los gubernamentales. Sólo se me hace posible con una élite política instalada en el gobierno del Estado que fuera tan virtuosa como para darle al necesitado y negarle al gandul o al vividor (¿no conocemos casos de gente que prefiere cobrar un simple subsidio aun disponiendo de ofertas laborales dignas?). Saber dirimir y darle a cada cuál lo suyo.
En el estado actual de las cosas, ¿es esto posible? Honestamente, no lo creo. Una sociedad que rinde culto al clima, al aborto y a la negación de su raíces dista mucho del nivel de virtud necesario para dicha misión. Y mucho me temo que si la sociedad se encuentra así se debe a que las élites estimulan este estado de las cosas, bajo unos fines que desconozco.
¿Quién podría tomar las riendas de una nación en nuestros días para desde un Estado leviatánico ser justo con el ciudadano? Para que esto fuera factible, primero sería necesaria una evangelización tan profunda que el hombre recordase que la autoridad no la determina ni los votos ni los demás poderes mundanos.
Tal vez, guiados incluso por buenas intenciones, caigamos en la herejía al Estado y lo consideremos como quien puede extirpar los males de los ciudadanos. Sin embargo, yo me pregunto si acaso una reducción del gobierno, del poder, no sería tan libertador como conveniente especialmente en nuestros días. ¿No ayudaría acaso a una mayor prosperidad del ciudadano?
Por último, clamamos por justicia social, pero ¿tratamos nosotros de ser justos? ¿Tenemos la delicadeza que se espera de nosotros con el prójimo? ¿No podemos nosotros como particulares ser ese primer paso tan necesario para esta añorada justicia social? ¿Acaso podemos hacer algo y preferimos mirar a otro lado?
Puede ser que el debate de la justicia social sea una consecuencia irremediable de la pérdida de fe progresiva que experimentan las sociedades occidentales. Pero mientras sigamos siendo católicos, no tengamos rubor en hacer de la caridad nuestra guía. Ésta tiene el mérito de implicar el involucramiento personal, mientras que la reivindicada justicia social lleva a una dejación de funciones en aras de un Estado que se encargue del prójimo. Si permitimos esto, estaremos matando la caridad para imponer su alternativa moderna y como consecuencia, no sólo no alcanzaremos dicha justicia, sino que habremos sacrificado la caridad por el camino.