Vivimos en una sociedad en la que hacer preguntas se ha convertido en algo incómodo, mal visto e incluso perseguido, al ser un factor propio y característico de personas que no asumen con facilidad los discursos oficiales y que, por lo tanto, son consideradas peligrosas para un sistema cuyos principales elementos son el desconocimiento y la ignorancia generalizada. Los grandes acontecimientos son despachados a los ciudadanos como los menús de restaurantes de comida rápida, en forma de relatos prefabricados suministrados por centros de análisis, consultoras de comunicación y think tanks que elaboran concienzudamente mensajes empleando técnicas de ingeniería social y manipulación psicológica, alumbrando respuestas sencillas, preparadas para ser digeridas con rapidez y facilidad, en un intento de abortar interrogantes adicionales respecto a las grandes cuestiones de nuestro tiempo. Así se constituyen y difunden las versiones oficiales que sustituyen y enmascaran a la siempre compleja realidad, con unos relatos cuya principal función es mantener el statu quo —el estado de las cosas—, porque si se hicieran las preguntas correctas las respuestas no serían soportables. Este es el argumento que subyace en la consideración que hizo en el año 2011 el juez Javier Gómez Bermúdez a la entonces presidenta del Foro de Ermua, Inmaculada Castilla de Cortázar, cuando le indicó, en tono confidencial, aquello de que «la verdad del 11M es tan terrible que España no está preparada para conocerla».
Esta infausta frase expresada por el presidente del tribunal que juzgó el atentado más grave de la historia de España ilustra a la perfección el complejo paternalista que sufren muchos políticos, magistrados, miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, personal de los servicios de inteligencia e incluso directivos de medios de comunicación que han participado en la ocultación de grandes interrogantes que, veinte años después, siguen sobre la mesa. El hecho de que los supuestos garantes de los derechos y libertades ciudadanas hayan sido los primeros interesados en dar carpetazo al asunto es, quizás, la prueba más inquietante de la desidia a la hora de esclarecer todo lo que rodea a este atentado y, por extensión, para aclarar otros hitos clave de la reciente historia de España que duermen en espacios tenebrosos.
El tiempo ha pasado, pero hay importantes cuestiones sin resolver cuando están a punto de prescribir los delitos que cometieron tanto aquellos que participaron en la preparación y ejecución del atentado, como en las labores de encubrimiento mediante la ocultación de pruebas y la creación de pistas falsas. No se trata de una teoría de la conspiración, sino de una conspiración a secas en la que existen múltiples indicios que apuntan a la participación —por acción u omisión— de personas que ocupan puestos de responsabilidad en las más altas instancias del Estado, incluidas las de potencias extranjeras. Y ese melón no se ha querido abrir ni siquiera por el magistrado que prometió a las víctimas de las bombas y a sus familiares que quienes encubrieran a los responsables de alguna de estas tramas, faltando a la verdad en sede judicial, «irían caminito de Jerez».
La gran trampa que encierra la investigación del 11M es la creación de dos trincheras enfrentadas entre sí. Del mismo modo que la falsa dicotomía entre izquierda y derecha permite lubricar la sensación de que vivimos en una democracia en la que podemos elegir a nuestros gobernantes sin injerencias externas, las dos tesis principales sobre la autoría de este atentado sirven para cumplir la máxima del «divide y vencerás», alejando cualquier posibilidad de acercarse a la realidad de los hechos. Desde antes incluso de que se produjeran las diez explosiones en los cuatro trenes de la red de Cercanías de Madrid —que segaron la vida de doscientas personas y provocaron más de dos mil heridos—, la disyuntiva ETA-al-Qaeda estaba macerándose, a fuego lento, para ser expuesta en el momento adecuado.
Eran los tiempos en los que el terrorismo islamista se utilizaba en los discursos de los supuestos líderes del mundo libre como una bandera para defender los intereses del imperio, promoviendo intervenciones militares en países con recursos energéticos y posiciones determinantes desde un punto de vista geoestratégico. Un proceso internacional en el que a España se le reservaba un papel relevante, aunque en clave interna la eterna amenaza procediera del separatismo vasco de ETA, cuyos movimientos estaban siendo vigilados de cerca gracias a la presencia de infiltrados policiales. Una quinta columna que sería posteriormente empleada para detener convenientemente a la cúpula de la banda terrorista después de las elecciones y justo antes de la explosión del piso de Leganés, operación de acoso y derribo con la que se cerró el expediente presentando en sociedad a los culpables oficiales de la masacre, que estaban estrechamente relacionados con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.
Todo aquel que sigue defendiendo a capa y espada las distintas variantes de la versión oficial expuesta torpemente en la sentencia de la Audiencia Nacional (y parcialmente enmendada por el Tribunal Supremo) lo hace porque tiene poderosos incentivos o bien porque no ha investigado mínimamente todo lo que rodea a este atentado. Contaba Fernando Múgica —seguramente el periodista que más se acercó a la verdad del 11M— que muchos de sus compañeros le hacían preguntas sobre el caso sin ni siquiera haber leído su serie de artículos en la que, gracias al acceso a fuentes bien informadas, había derribado los cimientos de una versión oficial cogida con alfileres. Unos «agujeros negros» que, como este reportero de la vieja escuela confesó antes de morir, le llevaron por el camino de la amargura, hasta el punto de sufrir el menoscabo de sus compañeros de profesión, un oficio que se ha ganado a pulso el descrédito social por servir exclusivamente a los intereses del poder. El repentino fallecimiento de Múgica abortó un proyecto editorial en el que pretendía analizar tanto el trasfondo del atentado como su marco político y geoestratégico. Iba a ser una novela histórica que lamentablemente nunca pudo ver la luz y que podría habernos acercado a los verdaderos autores de este asesinato en masa que marcaría para siempre a la sociedad española.
El libro que tiene el lector en sus manos no pretende ser un manual exhaustivo de todo lo ocurrido en aquellos fatídicos días de marzo, sino un trabajo de investigación de carácter divulgativo que, mediante el método socrático, aspira a acercarse a realidades insondables, planteando incógnitas que siguen sin respuesta, aunque en muchas de ellas la solución al enigma pueda ser intuida con los datos que se exponen. Como señala Luis del Pino, «son tantas las dudas, los puntos oscuros y las contradicciones que una de las tareas más arduas de la investigación es, precisamente, diferenciar la realidad de lo que no es más que cortina de humo». Todo lo que rodea a este atentado está plagado de trampas, de cabos sueltos que no llevan a ninguna parte y que dificultan la comprensión de una serie de elementos que, paradójicamente, son relativamente sencillos. Los 100.000 folios del sumario son una muestra de ello, conformando un océano de documentos, declaraciones, informes y valoraciones cuyo destino era entorpecer la labor del juez instructor Juan del Olmo, mareándole en cuestiones accesorias mientras las más elementales quedaban en un segundo plano.
Fabricando las pruebas
Hay multitud de ejemplos de ello. El análisis de los focos de las explosiones no se pudo realizar porque los trenes comenzaron a desguazarse a las pocas horas de que se produjera el atentado —algunos vagones antes incluso de que se realizaran las autopsias a las víctimas— y todo el caso giró en torno a pruebas ajenas a los trenes diseñadas para crear posteriormente el relato oficial. La bolsa de Vallecas, la furgoneta de Alcalá, la casa de Morata de Tajuña y el piso de Leganés configuran un mundo propio que poco tiene que ver con los individuos que diseñaron el atentado, pero sí con la trama encubridora, al fabricarse un laberinto de contradicciones en el que muchos investigadores (entre los cuales me incluyo) hemos perdido un tiempo precioso, sin que los árboles nos dejaran ver el bosque. Y es que, en contra de lo que piensan otros autores que han investigado el 11M, los indicios apuntan a que la gran mayoría de incongruencias, pruebas falsas, extrañas casualidades y actuaciones negligentes no deberían atribuirse exclusivamente a la mala praxis de los encargados de encontrar a los culpables, sino que podrían ser la consecuencia natural de una calculada campaña de desinformación impulsada por determinados elementos de las cloacas del Estado. A este respecto, Ignacio López Bru cita en su enciclopédico libro una de las secuencias finales de la película Al límite, protagonizada por Mel Gibson, en la que un agente encubierto define muy bien cuál es este tipo de estrategia: «Quien quiera profundizar verá que ha habido algo más, pero no podrá saber qué, ese es su objetivo, que sea todo tan enrevesado que cualquiera pueda tener una teoría, pero que nadie sepa la verdad». Por eso el atentado más investigado de la historia de España continúa rodeado de tantas incógnitas, inmerso en una neblina que no desaparece.
Hoy en día pocos españoles saben que la sentencia del tribunal presidido por el juez Gómez Bermúdez ni considera como hechos probados que los supuestos terroristas fueran fundamentalistas islámicos, ni tampoco atribuye a nadie concreto la autoría intelectual del 11M, o determina sin dejar espacio a la duda cuál fue el arma del crimen. En realidad, si nos atenemos a lo que dicen los jueces, no sabemos prácticamente nada de lo ocurrido en aquellos días de marzo. Y los intentos por reabrir el caso han resultado infructuosos —a pesar del compromiso de magistrados concretos, como María del Coro Cillán, quien pagó cara su osadía— por el nulo interés de la Fiscalía General del Estado que, con independencia del color político del inquilino del Palacio de La Moncloa, siempre ha evitado bucear en las aguas procelosas de un atentado que, aunque sea triste decirlo, tuvo muchos beneficiarios. Por eso, todas las teorías alternativas sobre la autoría tienen cierto sentido. Tanto la que apunta a la participación de elementos internos para provocar un cambio electoral que favoreciera la entrada de ETA en las instituciones, como las que fijan la mirada en el servicio secreto marroquí, las que hacen referencia a los intereses del eje París-Berlín o las que plantean la implicación de Washington a través de unos ejércitos secretos de la OTAN que, en contra de lo que se nos quiere hacer creer, no desaparecieron con la caída de la Unión Soviética. Las unidades stay behind mutaron para sustituir a la hoz y el martillo por la luna creciente, que provocó una ola de terror en países occidentales cuya existencia muchos se niegan a aceptar incluso hoy en día, obviando la gran cantidad de documentación que existe a este respecto.
Los ascensos y condecoraciones a determinados policías, guardias civiles, jueces y fiscales que no fueron capaces de realizar su trabajo con la diligencia debida refuerzan la tesis de que, con independencia de quienes fueran los verdaderos autores, hubo órdenes superiores para no llegar al fondo del asunto. Y el hecho de que la práctica totalidad de los imputados tuvieran los teléfonos intervenidos desde un año antes del atentado —y trabajaran para los distintos servicios de información del Estado— tampoco ayuda a despejar la sombra de la duda sobre el papel de las autoridades a la hora de esclarecer el núcleo de la masacre terrorista.
Gracias a la asociación Peones Negros existe un fondo documental que se puede consultar por Internet y que recoge el sumario, transcripciones de las declaraciones del juicio de Campamento, material desclasificado y los documentos de la comisión de investigación parlamentaria. Su revisión minuciosa aporta los suficientes elementos de juicio para plantear que el 11M fue un golpe de Estado poliédrico, que mediante el chantaje al Gobierno por sus pecados cometidos (algunos inconfesables) impulsó varias agendas tanto en clave nacional como internacional. Muy posiblemente a eso se refería José María Aznar cuando decía de forma enigmática que los que idearon el atentado no estaban «ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas». No en vano, nada más producirse las explosiones el entonces presidente del Gobierno apartó al Centro Nacional de Inteligencia (CNI) del grupo de gestión de crisis, rechazó la ayuda de su teórico «amigo» americano —motivando el enfado de la cúpula del FBI— y dio con la puerta en las narices a los forenses israelíes que tenían las maletas preparadas para colaborar en las autopsias. Aznar no se fiaba ni de los servicios de inteligencia españoles ni de los de aliados extranjeros con los que había impulsado la estrategia atlantista que marcó su agenda internacional, sobre todo en su segunda legislatura. Sintió que le habían traicionado.
La cita con las urnas
La actuación del PSOE y de sus terminales mediáticas también genera un buen número de interrogantes sobre el papel que tuvo la oposición en el derribo de un Gobierno que estaba preparado para una victoria en las urnas tres días después del atentado. Lo que realmente permite la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al Palacio de La Moncloa no es el triunfo de la tesis islamista y el castigo electoral por la intervención en la guerra de Irak, sino su defensa a ultranza de la autoría etarra cuando no disponía de evidencias, más allá de unos precedentes convenientemente publicitados meses antes, con intentos de atentados utilizando mochilas bomba que pudieron ser señuelos para preparar la ceremonia de la confusión tras el 11M. Como apunta Fernando J. Muniesa, seguramente el error del entonces ministro del Interior, Ángel Acebes, fue dar más información de la que debía haber facilitado en un primer momento, apremiado por la cercanía de las elecciones y presionado por la toma de las calles promovida por la oposición, con asaltos a las sedes incluidos.
En otros casos similares, como en el atentado londinense del 7J ocurrido un año después, las autoridades no difundieron datos sobre la investigación hasta que pasaron semanas, e incluso meses, para no entorpecer la actuación policial ni exponer informaciones que luego se demostrasen erróneas. Y en el caso que nos ocupa, quienes tenían las claves de lo que posteriormente integraría la versión oficial fueron los tentáculos del PSOE en los servicios de información, los mismos que guiaron al equipo de Alfredo Pérez Rubalcaba para lanzar una campaña de acoso y derribo que tumbó al PP, partido que cuando volvió a llegar al Gobierno terminó de enterrar el caso, como hizo años antes con los archivos de la guerra sucia de los GAL. Un ejemplo claro de que no es el pueblo español quien no está preparado para conocer la verdad del 11M, sino que son los teóricos representantes del Estado quienes no pueden permitir que se exponga dicha verdad.
Todos estos elementos plantean un sinfín de interrogantes que vamos a exponer en los siguientes capítulos con la intención de aportar claves fundamentales para que se profundice en los agujeros negros pendientes antes de que los delitos cometidos prescriban. A partir de marzo de 2024, si los tribunales no lo impiden, ya no será posible iniciar nuevas investigaciones judiciales. Soy consciente de que este objetivo puede resultar pretencioso, pero por responsabilidad personal —y profesional en mi caso—, todos estamos obligados a hacerlo. No solo por la memoria y dignidad de las víctimas, sino pensando en las generaciones futuras, que siguen expuestas a sufrir otro 11M si las élites que mueven los hilos del terrorismo lo consideran oportuno para lograr sus propios fines. Como decía Albert Einstein: «El secreto en la vida no es dar respuestas a viejas preguntas, sino hacernos nuevas preguntas para encontrar nuevos caminos». Y eso es lo que vamos a hacer en nuestro viaje literario, ¿me acompañan?
[Este texto es también la introducción de Las claves ocultas del 11M, de Lorenzo Ramírez; cortesía de La Esfera de los Libros]