Siguiendo el extrañamente lógico camino trazado en mi cabeza, continúo con el hilo de artículos comenzado la semana anterior a raíz de algunos elementos dispares, noticias, lecturas y hemeroteca con el que pretendo tejer una epifánica malla de sentido. En mi anterior artículo comencé hablando de la dificultad creciente de hacer humor en la nueva sociedad estamental y, haciendo el pino a partir de la cultura de la cancelación, terminé haciendo referencia a un suceso relativamente reciente que explica el título de este mismo texto: el Gamergate.

Para el lector que no lo conozca, y de forma resumida, el Gamergate fue un escándalo que se vivió en la industria de los videojuegos en 2014 a raíz de la denuncia de actitudes machistas en el desarrollo de los títulos, lo que llevó a una campaña de protesta por parte de colectivos feministas y guerreros de la justicia social (Social Justice Warriors, SJW) y, en última instancia, a la promesa de las compañías de cambiar su política respecto al sexo, género o identidad sexual. Esta promesa, junto con la manifiesta colusión de feministas, SJW e industria, despertó en la comunidad de jugadores –varones, en su mayoría– una reacción en contra muy marcada, precisamente por sentirse éstos –siguiendo la estela del debate que señalé al referirme al caso de la cancelación J.K. Rowling en mi anterior artículo– coposeedores de los universos creados por los desarrolladores, reacción que cristalizó en campañas en contra de mujeres críticas concretas, amenazas, ciberacoso y doxing –desvelación de la identidad real de un usuario en Internet. Con independencia de la gravedad de los medios de la campaña de respuesta –medios que, por otra parte, la izquierda había monopolizado hasta ese momento para acallar el discurso contrario en Internet– el Gamergate supuso un punto de inflexión que trascendió los límites de la comunidad gamer. Ningún niño rata pudo prever por ese entonces el impacto que alcanzaría su protesta.

El Gamergate fue un despertar. Hasta ese momento la izquierda, mucho más politizada, por su carácter absolutizador, y mejor organizada, tenía el monopolio del control en las redes. Durante el Gamergate, la izquierda probó de su propia medicina, lo que dio pie a la verdadera expansión del discurso victimista, y una nueva derecha tomó conciencia de lo político de la realidad. Es decir, involuntariamente, los millennials gamers tomaron su red pill: cayeron en la cuenta de que estar fuera de la política no les protegía de sus posibles resultados, debido al expansionismo de la izquierda en todos los ámbitos, incluso en aquellos que, hasta entonces, la primera generación crecida tras el fracaso del modelo del contrato social había usado como refugio donde evadirse de sus negras perspectivas laborales. Así, una nueva generación, no ideologizada, comenzó su politización y pasó a la acción.

El Gamergate se fraguó en lugares marginales de Internet, Reddit y los foros del oscuro 4Chan, espacios más libres, autogestionados y alejados del gran ojo de la industria tecnológica y su férreo control, donde los millennials podían expresar su frustración con un Sistema al que los problemas de los jóvenes –especialmente, de los jóvenes blancos– no importaban. Las políticas sociales de Obama, escoradas de forma exagerada hacia las minorías raciales, culturales y sexuales, siguiendo su estela de efectista campaña de publicidad permanente, relegaron al olvido a las necesidades básicas de una generación diversa, compuesta no sólo por individuos racializados y no binarios politizados, sino también por jóvenes cuyas preocupaciones se situaban menos en lo abstracto y se referían más a necesidades mundanas: conseguir un trabajo, poder permitirse una casa, formar una familia. Al colocarlos entre la espada y la pared al atacar uno de sus últimos reductos de libre expresión y diversión despreocupada, al no tener ya nada más que perder, los niños rata pasaron al ataque. Y, a diferencia del Tea Party de los neocon, no centraron sus dardos en Obama, sino en sistema mismo.

Su forma de combatir es bien sabida hoy: ante el neopuritanismo moralizante de la izquierda imperante –y de la vieja derecha–, irreverencia, risa, troleo y meme. La actitud burlesca, la diversión y la camaradería que el nuevo activismo facilitaba contribuyeron a popularizar y extender el movimiento entre los más jóvenes, quienes, con los años, lograron exportar estas tendencias más allá de sus rincones virtuales originarios. Así, Twitter ha dejado de ser un cortijo exclusivo de la izquierda, algo que, con cierta frecuencia lamentan algunos jerarcas de los nuevos y viejos partidos, que añoran los años en los que sus publicaciones no se llenaban de trols, bots o ranas catalogadas como discursos de odio y abanderadas de triunfales campañas electorales. Y las viejas armas del Sistema ya no sirven, porque los nuevos usuarios no siguen las reglas de antaño. No se puede poner vino nuevo en odres viejos. O sí, si lo que buscas es que el odre reviente.