Parecía imposible, o al menos muy difícil, pero la ola de reivindicación de los sectores productivos del campo europeo intenta llenar también las carreteras españolas. Y las colapsa de sentido común, de sentimiento de comunidad y sobre todo con razones más que sobradas para hacerlo.
La respuesta de las élites políticas, económicas y culturales ha sido la habitual. Desde un preventivo silencio ensordecedor que intenta evitar que la ciudadanía conozca las verdaderas razones y motivación de este estallido, hasta la caricaturización de los protagonistas de la misma señalados como una especie extinguible de rancios y egoístas hombres de campo.
Los opinólogos a sueldo junto al mundo de la cultura de masas son quienes han marcado, con más influencia que nadie, una imagen totalmente distorsionada y tendenciosa de los que ahora han salido a la calle a protestar y defender su y nuestro futuro. La prensa, el mundo del cine o la televisión llevan muchos años mostrando a los habitantes de las zonas rurales como seres atrasados y de escasa sensibilidad, incapacitados para entender las bondades del mundo moderno y reacios a las tendencias liberadoras que emanan de la Agenda 2030. Decenas de películas, que pueden encontrar en todas las salas y plataformas, más allá de la mítica adaptación cinematográfica de la novela de Miguel Delibes Los santos inocentes, nos han presentado lo que ahora llaman España vacía o vaciada como un escenario perfecto para crímenes, venganzas o desprecio al mundo animal. Y en los últimos tiempos, que han encontrado un nicho de mercado en cierto aire costumbrista y bucólico «del campo», la inmensa mayoría de las historias que se salen del rural crime se plantean desde el punto de vista de unos urbanistas con conciencia ecológica que se mueven al campo en una ejercicio redentor para con los lugareños. Incluso en buenas obras cinematográficas como la laureada As bestas, que navega entre las dos tendencias, los protagonistas son unos «colonos» con un proyecto vital frenado por la avaricia de la gente del lugar.
Años de inmersión en esta visión han calado hondo. Aún recuerdo la imagen de miles de personas recibiendo en las grandes ciudades, con aplausos, a los mineros en lucha contra el desmantelado de la industria. Eso o ahora una repetición ante la llegada de tractores a las capitales, se me hace harto difícil. Veremos si en los Goya se levanta una ola de rechazo a las imposiciones de Bruselas y a las élites globalistas cipayas.
Sin embargo, y ahí creo que existe una razón objetiva, en otros países europeos como Francia, Alemania o los nórdicos existe un apoyo muy mayoritario de las poblaciones con respecto a las reivindicaciones de campesinos y ganaderos que tiene entre otras causas, la existencia de una larga tradición de poner en valor en toda su cultura, sea audiovisual como escrita, la vida fuera de las grandes ciudades. Cada año, decenas de películas trasmiten con orgullo los valores de trabajo, vida en comunidad, respeto con el entorno y las tradiciones… tal y como son, sin estereotipos de tesina universitaria, las vivencias comunes de millones de sus ciudadanos. Ese orgullo de lo propio, de cercanía a la tierra de tus antepasados, allí no es tratado como «fachosfera» o cosa de «paletos». Por eso, allí lo rural, lo agrario (como lo obrero, lo popular…) no es visto como algo ajeno. Es parte de su identidad nacional. Y no la ridiculizan sino que la defienden.
Me viene a la cabeza un fragmento de otra obra de nuestro eterno Miguel Delibes El disputado voto del Señor Cayo, donde una de las protagonistas rememorando la sabiduría del viejo campesino le dice a un antiguo joven con aspiraciones y ahora triunfador en la política «si una bomba cayera y matara a todo el mundo salvo a vosotros dos, tendrías que acudir raudo al encuentro del señor Cayo y suplicarle comida, alojamiento y seguridad». Este planteamiento debería servir para que empezáramos a replantearnos que nuestra subsistencia depende, en gran parte, de mantener y respetar un sector primario que nos garantice la soberanía alimentaria. No sea que en un futuro tengamos que comernos los estudios de género o los chips del ordenador… fabricados en China por otra parte.
Por ello, no hay que olvidar que quienes cortan nuestras carreteras no vienen de otro planeta. Representan a un parte fundamental de la España real.