Lo de clasificar películas para hacer listas temáticas me pone realmente nervioso, además, siempre termina por dejarme un mal sabor de boca. Uno se sienta y hace un listado, con mayor o menor detenimiento, que se sabe condenado a la incompletitud. Quiero decir que, cuando esa lista nace, uno ya sabe que mañana no será la misma, que habrá cambiado, que pensará «por qué no habré puesto tal o cual cinta». Eso es un poco lo que me ocurre ahora al proponerme sugerir un número indeterminado de títulos para que ustedes vean durante esta Navidad, si tienen a bien.

Pero antes de proponer ese breve inventario de cintas —serán seis por lo que después explicaré—, quiero decirles que, aunque a propósito de un tema que no viene a cuento, estos días he estado pensando sobre qué es una película navideña. Durante este tiempo, en las conversaciones entre aficionados al cine, será frecuente especular sobre las condiciones que ha de tener una película para ser considerada de Navidad. Claro que la cuestión es sencilla si pensamos que película de Navidad es aquella que ocurre en Navidad. Aunque eso nos llevaría a la conclusión de que El Crack, de José Luis Garci, lo es. Y más allá de la broma, y de que el gran director haya filmado unas imágenes preciosas de Madrid en Navidad, yo no creo que deba ser considerada como tal. Ahora bien, lo cortés no quita lo valiente y El Crack hay que verla siempre.

En fin, que tras darle muchas vueltas he llegado a decidir que las películas de Navidad son aquellas que nos hacen volver a casa, regresar y recordar. Y yo vuelvo a casa cuando veo Los cañones de Navarone y recuerdo cómo mi abuelo, el almirante que nunca fue, la veía cada tarde del día de Navidad y cómo yo siempre le tomaba el pelo con que si había visto la inexistente secuela, aquella en la que inventaba que los nazis reconstruyen los cañones. Y también vuelvo a casa cuando veo a Woody Stroode y recuerdo cómo una tarde de esos doce días de Navidad llegué a la casa de mi otro abuelo y me senté a su lado, en la salita, a ver El sargento negro, escuchándole comentar en voz alta, con su fuerte pero ronca voz, «no te fíes de éste que te va a joder…», «¡dispárale, idiota!», y aquella especie de Glosas Emilianenses que más que incordiar, acompañaban y me hacían disfrutarle. Y claro que vuelvo a casa cuando veo Los aristogatos y Basil, el ratón superdetective y pienso en mis viejos VHS, en mi abuela rebobinándolos y sacrificando su Marisol, su Paco Martínez Soria en ¡Se armó el Belén! y su Cine de barrio por mis dibujos.

El cine me hace volver a casa, sentirme en mi sitio, todos los días del año. Pero durante estas semanas busco, intencionadamente, ese calor. Busco el sonido del cine clásico: ese cshh constante del ruido blanco que acompaña durante todo el metraje, el pi pi pi pii de la torre de radio de la RKO, el gruñido del león de la Metro Goldwyn Meyer, los saltos al inglés fruto de la censura. Busco los títulos de crédito de ¡Qué bello es vivir!, el doblaje castellano de Gregory Peck, de John Wayne, de Deborah Kerr, los finales felices, la Panavision, el Colorama, el Monument Valley, Bing Crosby en un piano, todas las tonalidades que el ojo humano percibe en el blanco y negro y, por supuesto, el Technicolor, porque los árboles de Navidad siempre fueron un poco nuestro Technicolor. Las películas de Navidad son esas que te dejan con esa sensación, probablemente inefable, de felicidad, calor, color, cariño y gratitud que uno tiene en la sobremesa del día veinticinco, cuando la abuela saca las bandejas con diez o catorce variedades diferentes de turrón, uvas pasas e higos y dulces, cuando incluso ella, que tiene el azúcar alto, se permite ese exceso, cuando los tienes a todos, incluso a los que ya no están. «A la salida del cine nada malo podía ocurrirnos», he leído en alguna parte. Es un poco ese refugio que sentimos con los nuestros estos días. Y es que la magia del cine es muy parecida a la de la Navidad.

No he conseguido, perdónenme, centrar el tema de este artículo en un listado, ni encontrar un número apropiado de títulos, por lo que he decidido seleccionar seis, una de cada director al que Cary Grant agradece al recibir el Oscar honorífico en la ceremonia de 1970. Porque en esos seis hombres se condensa gran parte de la magia de la que hablo. Esto pretendía ser un inventario, ya digo, prometo hacer uno mejor.

Serenata nostálgica, 1941, de George Stevens.
Siguiendo mi camino, 1944, de Leo McCarey.
La costilla de Adán, 1949, de George Cukor.
El hombre que sabía demasiado, 1956, de Alfred Hitchcock.
Indiscreta, 1958, de Stanley Donen.
Río Bravo, 1959, de Howard Hawks.