¿Vas a lo de Tintín?, me pregunta el taxista mientras me deja en la esquina de Gran Vía con Alcalá, una esquina en la que el cartel de Metrópolis cede ahora protagonismo a un cohete inmenso de cuadrícula roja y blanca.

No, voy a lo de Javier Marías, pero dentro de unas semanas vendré a lo de Tintín, tengo muchas ganas. ¿Ah, ¿sí?, me responde. Y sigue: me encanta Tintín, leía cada tebeo ­­—dice tebeo— y aún me acuerdo mucho de él. Lo que me sorprende es que a alguien de tu generación le guste tanto y vaya a ir a verlo. Me lo enseñó mi padre, siempre hubo Tintines en casa, respondo. Pues que lo disfrute, joven. Gracias, digo cerrando la puerta.

Dos semanas más tarde allí estoy, en el Círculo de Bellas Artes, con la sensación de que saldré de allí dispuesta a perseguir, una vez más, el Secreto del Unicornio.

La entrada es imponente, magnífica. Las majestuosas escaleras ya no son las escaleras del CBA, sino las del castillo de Moulinsart. Las corona una gran puerta verde a la que Tintín, de espaldas y con gabardina, está llamando.

El inicio es perfecto. Después, la cosa se complica.

El visitante avanzado encontrará en estas salas cientos de bocetos trazados por el propio Hergé. En ellos podrá contemplar sus trazos, sus tachones, figuras corregidas una y mil veces que casi traspasan el papel; un trabajo metódico y obsesivo a la vez. Un proceso creativo que un iniciado en el dibujo disfrutará el doble.

Uno sigue recorriendo salas y los bocetos no cesan, ese mismo espectador iniciado encontrará algunos guiños: una maqueta de un tren con un vagón cisterna de Loch Lomond, una réplica del castillo de Moulinsart o un rincón dedicado a Asia y la inspiración oriental de la que nació el Loto Azul.

Disfruté de todo eso porque ver un trazo de Hergé ya me parecía una maravilla, pero llegué a la última sala y leí un último letrero: el nacimiento de Tintín. ¿Ahora? ¿Y entonces todo lo anterior? No me lo había planteado porque yo sí sabía lo que estaba viendo, pero entonces rebobiné.

No hay una descripción de los personajes. Quién es el capitán Haddock, qué contrapunto supone para Tintín, de qué iba lo del vagón cisterna de Loch Lomond o de dónde sale el castillo de Moulinsart; quién es Tornasol o qué tienen que hacer allí Hernández y Fernández. Ni hablemos de Milú. Hay un espacio dedicado a Asia para hablar del Loto Azul, pero Tintín en el Tíbet apenas se menciona.

Hay dos razones por las cuales hablo de una oportunidad perdida. La primera, es que no es una exposición para niños. No hay figuras de los personajes, ni maquetas de los coches, barcos o submarinos representativos de cada aventura. La segunda es que aquél que entre sin saber nada de Tintín, saldrá sin saber nada de lo que importa de Tintín.

No sólo me da pena, también rabia, porque Tintín había conseguido lo más difícil: ser una conversación de taxi.