Tendidos de recuerdos

El pasado 16 de mayo fue el Día Internacional de la Tauromaquia, pero no pude dedicarle unas líneas. Así nos pasa, que entre lo importante y lo urgente se nos pasa lo eterno. De todos modos, tampoco es muy grave porque, para escribir de toros, como para volver a casa, siempre es buen momento. Además, ya puestos, no sólo se debe escribir sobre las mañanas soleadas y las tardes de gloria —esa de la Maestranza de Sevilla hace casi un año, cuando los sevillanos sacaron a Morante a hombros por las calles camino del hotel— sino también sobre todos esos días que deberían terminar en los toros. Sí, hay días tan perfectos que sólo deberían concluir así: con Nerva sonando de fondo y los tendidos a rebosar mientras se miden toro y torero.

Dice Chapu Apaolaza que «a los toros siempre vas con alguien que ya no está». Tal vez por eso me gustan tanto. Bueno, «gustar» no es el verbo más exacto, pero ya hablaremos de eso otro día. Dejémoslo en que quizá por eso los necesito tanto. Al cabo de los años, los tendidos se llenan de recuerdos. Cuando voy, cuando lo urgente y lo importante no me distraen de lo eterno, siento que a mi lado están los taurinos de mi infancia empezando por mi padre. Recuerdo las patillas de César Palacios en Las Ventas, la luz y la música y esas conversaciones de los entendidos que analizaban la faena como si fuese la carga de la Brigada Ligera en Balaclava. La delgada línea roja y aquí los rusos, cañones, cañones, cañones. Me viene a la memoria cuando llevé a un amigo israelí con su familia, él se quedó encandilado y su esposa, descompuesta, casi se divorcia junto a la estatua del Yiyo.

Al final, en un mundo donde priman la apariencia y «lo performativo», la tauromaquia es lo único verdadero que nos va quedando. Aquí la gente se dice dispuesta a dejarse la piel por muchas cosas, pero el torero lo dice en serio. Estamos, pues, ante un hombre que no se retracta ni finge. Lo que pasa en la arena es radicalmente cierto y eso tiene un poder formidable en nuestro tiempo.

Por otra parte, la tauromaquia revela algo misterioso de nuestro pueblo. Los españoles celebramos un rito heredero de tradiciones antiquísimas de sacrificios de toros y jóvenes que saltan como en las crateras griegas. Ese motivo se llama, por cierto, «taurocatapsia». Comparte raíz con tauromaquia y tauroctonía, el sacrificio del toro en los cultos mitraicos. Cada tarde, en la plaza, nos hacemos copartícipes del mundo que alumbró La Ilíada. Invocamos a las parcas en medio del silencio que precede a la estocada fatal. Entonces, como en el Canto XI de La Odisea, el de la Catábasis, el descenso al Hades, asistimos a una cita con la muerte en compañía de los que ya no están y, junto a ellos, recordamos las tardes de toros, es decir las traemos de nuevo al corazón y por lo tanto a la vida.

A esa misteriosa celebración la llamamos «fiesta». Hay señores que aún se ponen traje y corbata para ir a los toros y todavía se ven peinetas y mantillas. A un lugar donde alguien va a morir no se puede ir de cualquier manera. Me gustan esa seriedad que palpita en el fondo de la tauromaquia y ese sentido trágico que revela el recuerdo de los toros que matan toreros: Islero, Burlero… Ya lo dijo Juncal, que debería tener una calle y una plaza grande en cada ciudad y pueblo de España, «la muerte está al servicio del torero para darle gloria como a los dioses de Roma». En aquel mismo capítulo, por cierto, al hilo de la conversación, se recordaba el poema de Rilke La corrida, dedicado a Paquiro. Cuenta Mauricio Wiesenthal en su fabulosa biografía del poeta austriaco (Acantilado, 2015) que él concedía «la misma importancia al baile flamenco que al toreo». Rilke no era español, pero merecía serlo.

El día va de caída y los tendidos están llenos. Hay parejas de novios que se han venido a los toros. Algunos taurinos llevan deambulando por los alrededores desde el mediodía. Entre comentar el cartel y luego la corrida, pasan el rato. No faltan los turistas. No sé ni quién torea. He venido para estar con alguien que ya no está. Dan lo mismo la plaza y la tarde. A fin de cuentas, en la eternidad no hay tiempo ni espacio.

Hasta luego.