Como ocurre también con Garci —las casualidades no existen—, cualquier película firmada por Clint Eastwood suele ser objeto de una despiadada crítica por determinados sectores que se arrogan competencias sobre la evaluación de lo “políticamente” correcto. Tal vez por eso, desde sus atalayas y con sus amplificadores, califican Cry Macho de naif, de increíble en determinados pasajes o escenas y de presentarse como un desmedido ejercicio de egolatría del natural de San Francisco.
A estas alturas, con 91 años, casi una centena de largometrajes protagonizados, dirigidos o producidos, cinco estatuillas doradas reposando en alguna repisa, multitud de premios a su obra y trayectoria, habiendo resultado elegido alcalde de la bucólica —e inolvidable— localidad californiana Carmel by the Sea —no dejen de visitarla si tienen ocasión y de permitirse una de sus casas, si su patrimonio se lo concede—, uno supone que cualquier crítica que se efectúe ha de resultar poco menos que una gota de lluvia que pretende erosionar esa más que característica piel ajada y curtida del actor.
Una de las mayores virtudes de Eastwood, en casi todas sus películas, es la capacidad de narrar, de contar historias —algo que deberíamos dar por supuesto pero que no se aprecia siempre en los tiempos que corren. Y, además, y el mérito aquí es mucho más alzado, de introducirnos en ellas. Especialmente, Clint conoce esa manera de situar un espejo frente a nosotros que, interrogante, nos intima sobre la posición que adoptaríamos en una concreta coyuntura, respecto de cuál sería nuestro modo de actuar.
Otra de las grandezas del cine del norteamericano es que sus héroes resultan poliédricos, humanos y cargados de unos férreos valores que, evidentemente, cuadran mal con esa imagen despreocupada e indolente del que se cree por encima de cualesquiera vicisitudes vivenciales —lean aquí del perfil configurado por los “adalides de la política de la corrección” y que pretende que su mundo funcione sin alteraciones y con una capacidad de “barrido rápido” (modelo Youtube) respecto de las complicaciones y obstáculos.
Eastwood, en Cry Macho, actúa como ese individuo que ya no existe. Guiado por unos valores antiguos y hondos (pagar sus deudas, devolver los favores, trabajar pulcramente para obtener el mejor resultado, respetar las creencias ajenas, ayudar al prójimo sin esperar nada a cambio…). Un modelo y ejemplo difícilmente censurable. Con el que se puede estar en desacuerdo, pero que, como esos rivales íntegros, generan admiración incluso en las canchas más acérrimamente contrarias.
Se ha achacado, de nuevo en esas visiones que tachan la cinta de simplista, que el personaje de Eastwood se reserve una cuota desmedida de sex-appeal, pero olvidan —interesadamente— la luz que, en Cry Macho, irradian todos los personajes femeninos (fuertes, valientes, de armas tomar, sensibles, luchadores y hasta utilizando ese “lenguaje de laboratorio”, empoderados). Censuran que exista cierta —por real— tentación seductora —femenina— a un hombre en el ocaso de su existencia, pero empequeñecen que el héroe observe que su sitio solo puede hallarse, una vez atendido su deber, al lado de quien despierta sentimientos y no solo sensaciones.
Algo me hace pensar que lo que molesta no es “ser Eastwood” —con todo lo que ello conlleva y arrastra—, si no ser el macho que Eastwood traslada a su última creación. Una película en la que un nonagenario inspira, al mismo tiempo, respeto (ejemplo indeleble de la auctoritas romana), honradez (pretiriendo sus deseos al cumplimiento de la obligación), hondura (al arriesgar su integridad en una batalla que no le corresponde directamente), ternura (cuando dormita tras un almuerzo mexicano o se ruboriza por la posible presencia de un nuevo amor), cercanía (al observarle rendido y arrinconado tras una carrera fulgurante y prestigiosa), empatía (duele verle caminando encorvado por el terregal), honestidad (al revelarle al joven muchacho que los sueños, en ocasiones, no reportan tanta alegría, incluso aunque se cumplan) y un irrefrenable deseo de que su baile con la mesera de la cantina no sea el último (y que, a malas, si lo es, que el languidecer de la muerte le sea suave y bello, envuelto en un postrero beso de la mujer que le mira y admira).
Por todo eso, me temo, el macho que promociona Eastwood asusta, porque es humano pero íntegro y no parece tener miedo a lo que el mundo le pueda decir, máxime si ese mensaje ambiciona herir sus asentados principios.