La mayor parte del siglo XX ha estado marcada por un alcance cada vez mayor del secularismo en Occidente —así como en algunas otras áreas del mundo—, especialmente desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Un ejemplo podría ser el tipo de laicismo autoritario comunista, pero me referiré aquí específicamente a lo que acontece en el seno de las democracias liberales.

El secularismo posterior a la Ilustración en Europa se ha parecido cada vez más al laicismo de corte francés, que no solo adopta una postura más estricta sobre la separación de la iglesia y el estado, sino que, de facto, y a veces incluso de iure, va en contra de la experiencia religiosa en cualquier lugar más allá del ámbito de lo privado y el hogar. Sin embargo, no es así como los teóricos políticos liberales se han referido a menudo al secularismo. A saber, como una implicación o consecuencia de la llamada «neutralidad estatal», que consiste en una restricción estricta de las instituciones públicas para discriminar o favorecer una concepción determinada de la vida buena. Ese fue el caso cuando surgió por primera vez el secularismo o secularismo moderado, que consideró la religión organizada como un beneficio privado para las personas y las familias, pero también como un bien público potencial, que podría justificar la ayuda o injerencia estatal en varios casos. La práctica de este modus vivendi rara vez era perfecta y la forma en que las instituciones públicas ayudaban a la religión —en particular, la religión institucionalizada— difería mucho de un país a otro. Sin embargo, el secularismo no buscó reemplazar una concepción integral de la vida buena por una nueva. Simplemente hablaba del respeto y la importancia de que se incluyeran diversas sensibilidades en la sociedad.

Como podemos ver, el secularismo, si es compatible con el liberalismo y también una característica del mismo, no debe ser un rechazo de lo religioso, sino un principio de neutralidad que da a todos la libertad de expresar su fe. El secularismo radical, sin embargo, va mucho más allá de este punto original. De hecho, tiene implicaciones muy serias en la medida en que reescribe la noción de neutralidad liberal y la reemplaza con una nueva política que abandona el principio de no identificación e irónicamente admite lo que tantos han afirmado históricamente, que no es más que la imposibilidad —tanto teórica como práctica—, de la noción previamente sagrada de neutralidad.

El mito de la neutralidad estatal

Esta nueva noción de neutralidad —que no es neutral en absoluto— no es inclusiva sino excluyente, ya que aleja lo religioso y a quienes lo profesan de la plaza pública. Al mismo tiempo, también es discriminatoriamente excluyente, ya que trata de manera muy diferente las diversas religiones que encontramos en las sociedades pluralistas de Occidente. En particular, ataca específicamente a los cristianos y favorece a varias minorías religiosas. En concreto, el islam.

Si el pluralismo es la expresión de las democracias liberales en un estrato basado en valores, el multiculturalismo opera de manera similar cuando se trata de cultura y demografía. Y aquí, también, el cristianismo está siendo expulsado por la fuerza de la plaza pública, mientras que a otras religiones se les permite —e incluso se les ayuda— a incorporarse al crisol pluralista y multicultural. En Occidente hoy, los cristianos no disfrutan del mismo nivel de reconocimiento público que otras religiones. Además, durante las últimas dos décadas, han experimentado los niveles más altos de violencia. Se han asaltado y saqueado iglesias, se han asesinado sacerdotes, etc. Según un informe del Instituto Gatestone, solo en 2019 se registraron más de 3.000 ataques contra cristianos en Europa, alcanzando un récord histórico. Estos ataques tienen como víctima principal la fe católica, aunque también se han atacado varias iglesias protestantes, en especial en Alemania, donde, según el mismo informe, los ataques contra iglesias cristianas ocurren a un ritmo de dos al día.

Esto por sí solo es un tema importante y bastante reciente en la historia contemporánea. No tanto, sin embargo, en otras partes del mundo, pues recordemos que los cristianos son el grupo religioso más perseguido del mundo. Sin embargo, lo verdaderamente preocupante es la actitud de los gobiernos de las democracias liberales ante esta hostilidad anticristiana que se extiende y penetra sus sociedades. En su mayor parte —porque hay excepciones notables como Hungría y Polonia— parecen decididos a ignorar voluntariamente este fenómeno. Como resultado, asistimos a la convergencia del secularismo radical con el surgimiento del islam debido a la inmigración —en su mayoría ilegal— y mayores tasas de fecundidad. Dos realidades conjuntas que ponen contra las cuerdas la neutralidad liberal.

Como se vio anteriormente, el secularismo radical socava profundamente la noción liberal de neutralidad. Pero, al mismo tiempo y con respecto al islam, no debería ser tildado de racista o intolerante preguntar genuinamente si la neutralidad es deseada por el liberalismo en la medida en que parece algo imprudente. En otras palabras, incluso si uno está de acuerdo en que el secularismo radical de hoy debe sufrir una transformación que lo haga compatible con la neutralidad y la tolerancia, también se puede estar de acuerdo en que puede ser ciertamente suicida aplicar las normas tradicionales occidentales del secularismo a una identidad religiosa extracristiana que Occidente no ha conocido antes y especialmente a aquellos que afirman claramente no tener ningún interés en la tolerancia sino en la conversión, un término siempre más suave que la sumisión.

La guerra (religiosa) entre el secularismo y el islam

Además, al proteger —mediante la discriminación positiva y otros medios— a otras minorías religiosas, las democracias occidentales están creando situaciones peligrosas, como la activación de antiguas rivalidades —e incluso guerras— entre ellas, pero está vez en medio de sociedades liberales abiertas. Ése es también el caso del islam, ya que los datos empíricos muestran cómo las guerras en curso en otros lugares también penetran en Occidente junto con la demografía. Un ejemplo es la evidencia que muestra hoy el mayor número de ataques antisemitas en Europa desde las décadas de 1930 y 1940.

La lucha entre dos o más credos religiosos es diferente de la lucha entre un estado secular, o un demos secular, y un grupo religioso. Históricamente, cristianos y musulmanes han luchado, ganado y perdido, pero ninguno ha sido capaz de derrotar decisivamente al otro. Es más, hubo un cierto entendimiento basado en la comprensión mutua. El secularismo, sin embargo, no parece comprender la lucha religiosa. Y debe hacerlo, porque Occidente se ha transformado rápidamente. Era cristiano y ahora es oficialmente secular. Como resultado, la guerra en curso no es entre el cristianismo y el islam, sino entre el islam y el secularismo occidental (radical), lo que hace que la dinámica del conflicto sea diferente. El cristianismo entendió el islam de una manera que el secularismo no puede, lo que le dio al primero una ventaja competitiva sobre el segundo. Por lo tanto, también se puede argumentar que el secularismo no debe ser totalmente ajeno a cualquier consideración moral con respecto a todas las religiones si busca asegurar su propia supervivencia. Bajo este prisma, el secularismo no puede ser a la vez respetuoso con el islam y mostrarse indignado por sus valores, como hace hoy. La protección de una religión que desprecia lo que representa el secularismo sólo puede terminar en un desastre. Precisamente por eso es tan irónico que el secularismo se haya embarcado en su propia cruzada contra la única religión que contribuyó a su surgimiento. Esto puede resultar una contradicción en los términos, pero quizás sea necesaria, porque, señaló Popper, la tolerancia también debe tener sus límites.

El secularismo radical es una religión joven de alguna manera y contribuye a afirmar que el liberalismo no es una ideología tan superficial o fina, sino más bien gruesa. Una ideología de reemplazo. Y todavía no ha aprendido a llevar su poder político con magnanimidad, lo que ubica al secularismo en una posición difícil para abordar las críticas internas por su falta de observancia de la neutralidad que predica, así como a la defensiva intelectual frente al islam. Una nueva —y urgente— comprensión del secularismo representa la mejor oportunidad de Occidente para encontrar un camino que seguir.