Hasta abril de 2021 duró la Copa del Rey que empezó allá por 2019. Un año de retraso, con la esperanza más supersticiosa que voluntariosa de que las aficiones del Athletic y la Real Sociedad pudieran entrar en el Estadio Olímpico de Sevilla. Ambos clubes llevaban más de 30 años sin levantar el título y la acumulación de ganas se consideró una razón de peso para ganar un tiempo que acabaron por perder: los aficionados no viajaron a Sevilla y el ánimo desembocó en las calles de Bilbao y San Sebastián.

También hasta abril de 2021 llegó imperceptible la discusión sobre la presencia de público en el partido. A un tiempo —un año de experiencia acumulada después— en el que cines y teatros acogen sin sobresaltos a espectadores en sus salas, se celebran corridas de toros en plazas siquiera a media entrada, los hinchas pueblan cada semana las pequeñas gradas del fútbol modesto. A una semana en la que 5 000 personas abarrotaron el suelo del Sant Jordi para ver a Love of Lesbian en algo que ahora se llama experimento y antes era conocido como concierto.

Por fin la final. En un estadio vacío, seis días más tarde de que la selección jugara con público en Tiflis ante Georgia y apenas tres después de que la UEFA levantara las restricciones de aforo para los partidos de las competiciones que organiza. “El comité decidió que, a la luz de que cada una de las 55 federaciones miembro se enfrenta a una situación diferente en lo que respecta a la lucha contra la pandemia, dicho límite ya no es necesario y que la decisión sobre el número de espectadores permitidos debe ser responsabilidad exclusiva de las autoridades locales/nacionales competentes”, según el comunicado del organismo, nuevo argumento para un debate ignorado por la opinión pública y la publicada.

Una conversación obviada entre el automatismo y el adocenamiento de una sociedad que ha aceptado ser despojada de su ocio y sus costumbres en pago por una ilusión de seguridad. Un intercambio basado en una lógica, que no sentido común, según la cual no existen razones para mantener las gradas vacías, sin siquiera entrar en juicios más profundos. En los estadios, tan abiertos como las terrazas de los bares, los aficionados se sientan ordenadamente, muchas veces en familia, todo lo separados del resto como se imponga. Algo que no ocurre en el transporte público, gestionado por las mismas administraciones que prohíben ir al fútbol. Además, para ellas y sus gestores, movidos por el adictivo vicio del control, los campos son el recinto perfecto para fiscalizar la identidad de todos y cada uno de los participantes, a diferencia de los bares y el transporte público.

Un año después, resulta difícil encontrar razones que justifiquen continuar prohibiendo a los socios más antiguos de cada club que así lo deseen acudir a sus estadios, más allá del afán propagandístico. Siquiera hasta completar un tercio, la mitad o la porción de aforo que decida la administración de turno, que de eso siempre sabrá más que clubes y aficionados. De prohibir.