Primero se ha dado a sí mismo un autogolpe woke en nombre de la emoción y el presunto amor conyugal para decirnos que él, Pedro, es buena persona. Después, tras recibir el respaldo de la junta militar farandulera, plumilla y tragasables encabezada por los Almodóvar, García Montero, Rivas e Intxaurrondo, ha comparecido para informar a los ciudadanos de que él tiene el respaldo de una cosa ajena a nosotros llamada ciudadanía, y que va a poner un punto y aparte en la lucha contra la «desinformación». Todo llevado a cabo con la limpia eficiencia de una tecnocracia digital: sin repetición electoral, sin convocatoria de referéndum sobre una nueva ley de medios, con menos gentes aclamándolo en Ferraz que las que Franco conseguía reunir en la Plaza de Oriente y deshumanizando mediante el bulo fact-checker de la «falsa información» y la «máquina del fango» a varios de los medios de comunicación más importantes del país. Y, por ende, a colaboradores de estos que hasta hace poco eran considerados gente de orden como Felipe González, Fernando Savater, Antonio Caño, José Luis Pardo, Juan Luis Cebrián o Lucía Etxebarría.
Nos engañaríamos si pensásemos que el anuncio de este ataque preventivo a las libertades ciudadanas más básicas es sólo una cortina de humo para evitar o retardar una posible imputación por corrupción de Begoña Gómez. Pedro Sánchez está usándonos a todos y cada uno los españoles —tragasables incluidos— como conejillos de Indias al servicio de los poderes globales más peligrosos, inhumanos y psicópatas que han nunca existido. Si en las primeras semanas de la crisis del COVID-19 impuso contra la razón científica y de manera ilegal el confinamiento más estricto del primer mundo para así ser el primero de la clase de los bebecharcos poshumanos (Trudeau, Macron, etc.) adoctrinados por Schawb, Gates y cía., ahora quiere situarse también en primera posición en lo que a la censura digital se refiere. No se trata de un movimiento casual, como demuestra su afectada insistencia en señalar que la lucha contra la «desinformación» es un fenómeno global y el hecho de que la liberticida legislación europea digital (el Digital Services Act) aprobada en 2022 empezase aplicarse el pasado 17 de febrero.
El Digital Services Act promete luchar contra la «desinformación» eliminando todo contenido que se considere ilegal, entre un variado y disímil abanico de razones, por fomentar el odio, atentar contra la protección de la salud pública, promover la llamada violencia de género, poner en riesgo el bienestar físico o mental de una persona o cuestionar los Derechos Humanos. Todo muy loable en apariencia, aun cuando es la propia Unión Europea quien reconoce que valores a priori tan universales como los citados no tienen un contenido claro y permite que sea cada país el que censure a placer decidiendo qué significa «contenido ilegal». Por ejemplo, cualquiera de los epidemiólogos de prestigio mundial que alertaron de manera razonada, y basándose en estudios científicos de calidad, de la inutilidad y trágicas consecuencias de las medidas adoptadas a golpe tecnócrata para combatir el COVID-19 podrían ser considerados enemigos de la salud pública. Cualquiera que cuestione el turbio origen y aplicación de los Derechos Humanos, o ponga el grito en el cielo ante su transformación en el derecho al aborto y a la eutanasia —es decir, en el intento poshumano por negar aquello que no podemos controlar y que nos hace, nunca dioses, siempre humanos (nacer, morir)— será igualmente considerado como delincuente y vaporizado. Por no hablar de quien critique como injusto e inútil el sistema VioGén podría considerarse un criminal, o que quien airee presuntos tejemanejes de políticos podría estar haciendo bullying psicológico.
El control de la disidencia digital (o el bulo de la desinformación)
La desinformación es un mito inquisitorial para desactivar políticamente a la ciudadanía. Pedro Sánchez miente como un desalmado Pinochete poshumano cuando repite la murga tecnócrata de que la desinformación es uno de los problemas más graves de nuestra sociedad. Pese a la alienación, infelicidad e involución cognitiva que ha traído consigo la digitalización masiva nunca ha habido tan poca desinformación como ahora porque nunca antes había sido posible que ciertos sectores de la ciudadanía controlasen de una manera viral e impredecible al poder. Hasta la llegada de internet cualquier persona, fuese un experto de prestigio mundial, un eminente artista o un ciudadano de a pie dispuesto a defender sus derechos, dependía de los medios de comunicación para llegar a amplios sectores de población. Los medios de comunicación podían ser, como los Derechos Humanos, auténticas lanzaderas de libertad pero, igual que estos, corrían el riesgo de transformarse en funestos caballos de Troya que daban una falsa imagen de disenso y forzaban a la ciudadanía a plegarse al poder. En este sentido, y pese a ser concebido como un instrumento militar, Internet ha impedido en un grado cada vez mayor que el poder pueda manufacturar el disenso como antaño. Esto es así porque, por ejemplo, una decisión presuntamente ajustada a consenso científico como la lucha sin ambages contra las emisiones de CO2 puede ser desmentida en tiempo real por una miríada de científicos o personas de a pie que no se conocen entre sí, y que interactúan al margen de los límites geográficos y de clase.
De hecho, la potencial radicalidad política de Internet fue algo defendido en términos utópicos por Manuel Castells, ese ministro setentón con alma de veinteañero ibicenco que parecía vivir perpetuamente en un anuncio de Chupa-Chups, y que en sus obesísimas e hipertensas monografías sobre la revolución digital defendía la apoteosis democrática que se derivaría de poder compartir conocimientos en red sin el control gubernamental. El punto y aparte que Pinochete Sánchez anuncia con respecto a la «desinformación» tiene como fin censurar, por eso, no sólo a los medios disidentes, sino sobre todo a la ciudadanía que pueda erigirse en un cuarto poder. Esta censura ciudadana está extendiéndose como la pólvora en los últimos meses por el mundo, desde Australia hasta Irlanda pasando por los Estados Unidos, donde en 2022 la Casa Blanca promulgó una Declaración sobre el Futuro de Internet que participa de las mismas perversidades censoras de nuestro Digital Services Act y que sustituyó a la Declaration of Internet Freedom de 2012, que promovía la no censura en redes. Pedro Sánchez quiere ser el primero en legislar en nombre de la barbarie tecnócrata y seguir así la cruzada iniciada por otros «jóvenes líderes» del Foro Económico Mundial como la antaño directora de Wikipedia Katherine Mahers, quien recientemente defendió abandonar una Wikipedia «libre y abierta» por ser esta «una construcción blanca, masculina y occidental» que desprotege a las minorías que no tienen voz para expresarse en las redes, haciendo necesario un gobierno mundial censor pero protector.
Conviene, por tanto, que no despreciemos las profecías de Oscar Puente, enorme rape abisal metido a ministro que tiene capacidad de alimentarse y ver en las más fangosas y escatológicas profundidades. Puente dijo hace unos días, mediante un traicionero quiasmo, que Pedro Sánchez es el «puto amo» en los grandes circuitos de poder mundial, cuando en realidad quiso decir que era el amo puto de macarras autoritarios como Klaus Schawb. Schawb, representante de toda la perversidad mundial desde 1971 en el Foro Económico Mundial, lleva tiempo anunciando, junto a otros gurús poshumanos, que antes de 2030 el 90% de las noticias serán —o más bien tiene que ser— creadas directamente por inteligencia artificial para evitar disensos y resistencias y avanzar hacia el mundo poshumano y la vida matusalénica. Sánchez se ha autonombrado como su amo puto y quiere obligarnos a todos los españoles a que seamos putos de la tecnocracia global y acabemos como en el Saló de Pasolini (realista retrato de nuestro tiempo) encadenados, embadurnados en mierda, arrastrándonos a cuatro patas, humillados, sujetos a las parafilias y perversidades políticas de gentes que atesoran una glándula pineal nazi.
La lucha contra la «desinformación» como deshumanización
La concepción chuscamente algorítmica de la verdad que Pedro Sánchez promueve en su selectiva cruzada contra los bulos y la desinformación es contraria a la política. Según su modo de ver las cosas, propio de esos camisas negras llamados fact-checkers (periodistas veinteañeros sin oficio ni beneficio que no tienen reparo en cancelar a un premio Nóbel de medicina), todo aquel que mantenga una postura divergente a la oficial, por justificada que esté, no solamente está equivocado, sino que miente a conciencia y es un peligroso diseminador de bulos al que hay que disciplinar. En otras palabras, no existe la posibilidad de un desacuerdo basado en la sinceridad de todas las partes implicadas, por lo que el debate político dejaría de tener sentido, pues habría un sector de la población (aquel que obedece los mandatos gubernamentales) que tiene razón y otro que no en tanto que representa el mal absoluto. Este intento de nazificación social parte de una ideología autoritaria, como queda claro cuando leemos La Cuarta Revolución Industrial (2016) de Klaus Schawb. En este libelo el rufián-en-jefe del Foro Económico Mundial deja claro que la digitalización conlleva «un grado creciente de polarización, marcado por los que abrazan el cambio frente a los que se resisten a él», dando lugar a «una desigualdad ontológica que separará a aquellos que se adaptan de aquellos que resisten, los ganadores y los perdedores en todos los sentidos de la palabra», de manera que «los ganadores podrán beneficiarse de alguna forma de mejoramiento humano (…) del cual los perdedores serán desprovistos».
Si Sánchez presume de luchar contra los poderosos, ¿cómo es que no denuncia a la jauría poshumana de Schawb ante la ciudadanía? Si por otra parte, no duerme ante los bulos, la desinformación y la propagación del odio, ¿cómo no interviene medios de izquierda como CTXT, que dedicó hace poco durante semanas su portada a promover entre los lectores avezados la elección del peor español de la historia, a cuya fase final llegaron Franco y Aznar luego de superar a dotados candidatos de la fachosfera como Bertín Osborne? ¿Cómo no pone el grito en el cielo ante la deshumanización a la que digitales rojules someten a todo aquel que ose oponerse a la ley trans, a la oligarquía global o los expolios sostenibles de la Agenda 2030? Ni el más forofo sanchista podrá entender, además, que si el objetivo ahora es acabar con la desinformación nuestro presidente no ilegalice la Inteligencia Artificial dedicada a la producción de textos, que además de mentir impunemente muestra su peligrosa inutilidad como instrumento de trabajo.
Quizás se trate, claro, de una cuestión filosófica de más enjundia y para Sánchez todo lo que no pueda ser demostrado por tribunales amigos o reconocido por el poder global reinante sea un bulo. De esta manera, no sólo gran parte del conocimiento científico que contradice impostados consensos sería falso, sino que el alma, el dolor, el amor o la alegría serían bulos (los sentimientos del presidente serían, sin embargo, la objetiva expresión de la ciudadanía española). Todas las evidencias sin base legal que llevaron a las autoridades americanas a considerar que Al Capone era un gánster serían también el más grande bulo de la historia, pues sólo fue condenado por evasión fiscal. El periodismo en su conjunto sería una colección de bulos, pues toda sospecha de abuso de poder, por justificada que estuviese, debiera ser —como toda vida inesperada— abortada. Incluso la vieja idea republicana, anclada la defensa del regicidio de Juan de Mariana, que dice que son los ciudadanos los que deben controlar al poder, y no al revés, sería un bulo propio de homo sapiens anclados en una humanidad que al computerizado Sánchez se le quedaría corta.
El derecho a controlar el poder es indisociable de un derecho a ofender que, con todo, está regulado por la ley de manera garantista para todo aquel que se considere ofendido o injuriado. La élite política en ningún caso puede ocupar un rol de víctima potencial que pertenece a la ciudadanía. Debemos conceder a Sánchez, pese a todo, el papel de oprimido. Dada la preocupación actual por la salud mental no estaría de más someterlo a una evaluación psiquiátrica para determinar si sus súbitos cambios de opinión (de antimilitarista a belicista, de suresnista a podemita, de españolazo a indepe) no hacen obligatorio que deje ya de representar a los españoles. Bien puede ser que nuestro Pinochete, en lugar ponerse afilado con la mentira, padezca disforia ideológica y crea defender a España cuando representa a la tecnocracia global.