Hace un par de semanas tuve la suerte de poder asistir en Madrid a la presentación de Soberanía, el último libro de Jorge Buxadé, publicado por la editorial Bibliotheca Homo Legens, en el auditorio del Museo Lázaro Galdiano. El subtítulo de esta obra, un recopilatorio de reflexiones y notas personales del político e inéditas hasta ahora, reza «por qué la Nación es valiosa y merece la pena defenderla». No será esto un resumen de las clarividentes aportaciones de los tres astros políticos que coincidieron en el eclipse (el diputado nacional y portavoz del Grupo Parlamentario de Vox en el Congreso de los Diputados, Iván Espinosa de los Monteros; el diputado autonómico y presidente del grupo parlamentario de Vox en el Parlamento de Cataluña, Ignacio Garriga y el propio autor del libro, miembro del Parlamento Europeo y vicepresidente primero de Acción Política de Vox).
No entraré en los contenidos del libro, pero sí diré que su lectura le hace a uno meditar y replantearse asuntos que posiblemente no tenía abiertos. Tampoco pretendo aclarar las posibles dudas entre estos conceptos de Nación, soberanía, España o Estado, a veces confusos por ser, con frecuencia y conocimiento de causa, empleados como sinónimos por los agentes del Sistema. No es mi campo ni soy quién para dirigir conciencias. En cambio, es fácil advertir en las páginas de Soberanía las cualidades docentes del Buxadé opositor y profesor, que se revela buen maestro, de esos que te hacen avanzar, siguiendo su estela, para que encuentres tus propias respuestas.
Precisamente, durante la última década he experimentado cierta deriva en mi pensamiento político y en mi forma de entender el mundo —por regla general, quedarse quieto significa no avanzar, con lo cual me congratulo de que mi postura haya variado, Dios dirá si para bien o para mal—, lo cual, en gran parte, achaco simplemente a la madurez que regala el paso del tiempo y, en otra medida, a un esfuerzo voluntario, elegido y dirigido de crecer y comprender lo que me rodea, a pesar de cierta pereza intelectual que, por desgracia, me suele acompañar. Voces maestras como la de Buxadé sirven de firmes asideros en este avance.
Defender la Constitución y defender España
Y mi deriva partió, de hecho, desde una convicción que hoy me causa cierto bochorno y me enternece a partes iguales, sostenida en España por personas muy elegantes, atractivas intelectualmente hablando, bien formadas y que respetan mucho los cauces y defienden a ultranza la Constitución —o, quizá, más certeramente, el llamado constitucionalismo— y la unidad de España. Se trata de un sector diverso, pero ciertamente algo elitista, que tiene como base común esta defensa del constitucionalismo y una concepción, a mi entender errónea, de que defender la Constitución es defender España. Pero yo ya dudo. Dudo de que sepan lo que realmente es España, o de que hayan sentido España en su fuero interno. Y dudo, porque lo prefiero a creer que lo sepan y, aun así, hayan elegido servir a los intereses contrarios a España para beneficio propio y del Sistema que los alimenta. Esconder a España en un texto o intentar enmarcarla en una colección de artículos me parece ahora, cuanto menos, pretencioso. Quizás, precisamente, pretenden llenar ese vacío de la España que no comprenden o sienten arrojándose por entero a una defensa radical de las normas y lo escrito, sin preguntarse qué hay más allá, porque esto daría al traste con los pilares en los que basan su lucha o su concepción de la realidad. O quizás es al contrario y soy yo el arrogante, que juzga mientras se entrega a elucubraciones sobre conceptos abstractos para salvar las limitaciones de su entendimiento o sus vértigos existenciales.
Porque, ¿qué es la Constitución? ¿Qué es España? ¿Es España la Constitución? ¿Es la Constitución España? ¿Es el Estado la Nación, la Nación el Estado, o el Estado, España?
Como digo, no pretendo aclarar estas dudas, tan sólo señalar la confusión, que yo tampoco consigo desterrar por entero, a pesar de las brillantes notas de Buxadé en esta obra. Realmente, no mentiría si dijera que tampoco tengo demasiado interés en comprender las diferencias, porque, a riesgo de pecar de vanidoso ceporro, últimamente no me interesan tanto las formas como el fondo y, de hecho, esto constituye parte de la deriva de mi pensamiento político estos últimos años.
Confundir los medios con el fin
Observo que, con frecuencia, pareciera que estos constitucionalistas defienden los medios, sin llegar a comprender los fines —repito: pareciera, porque prefiero dudar de su inteligencia que de su corazón. Porque la democracia es un medio: no tiene un valor objetivo ni entidad propia. No es el fin de la Historia, ni es buena per se, como tampoco lo es un libro, una guadaña o un gran orador. No es la solución universal, no sirve a todos y en todas partes, Jorge Buxadé dixit. Tampoco se defiende a sí misma —lamentablemente, la viralizada paradoja de la tolerancia de Karl Popper no se emplea por sus defensores, sino por quienes pretenden acabar con ella. La democracia es una herramienta, una propuesta de solución al problema de la convivencia social y de la organización de complejas relaciones de múltiples naturalezas que la historia, caprichosamente, ha ido formando hasta llegar a este momento en este lugar. Una solución humana y, por tanto, susceptible de fallar. Y vaya que falla.
Porque en la urdimbre de toda cuestión, sea política o social —o, incluso, y como venimos observando desde hace un par de años desde el comienzo de la pandemia, científica o médica—, la naturaleza del hombre siempre determina —es, de hecho, de las pocas realidades que realmente determina— que nada será perfecto. No es pesimismo, más bien lo contrario. El fallo es medio de aprendizaje, forma de perfeccionamiento, y otorga posibilidades infinitas de seguir avanzando, aunque sea en pos de una perfección que, eso sí, nunca se alcanzará. Es también recuerdo constante de nuestra pequeñez y lección permanente para el altivo. No es pesimismo, sino el realismo de los idealistas. Es honesta humildad.
Por eso, precisamente, tanto me sorprende mi yo pasado, aplaudiendo el discurso de esta proclamada élite constitucionalista, revelada ahora agente del Sistema, postura en la que ahora advierto vanidad y orgullo. No trato con esto de demonizar a nadie —no entro a juzgar voluntades, sino a remarcar percepciones, propias y subjetivas por definición—, ni siquiera de demonizar la Constitución de 1978, que no es sino un intento humano —otro más— de organizar, catalogar, ordenar y controlar la realidad que se le escapa y el alma de algo que es mucho más grande. Porque las constituciones se venden por determinadas corrientes filosófico-políticas como salvaguardas para el individuo, y puede que lo sean, pero es innegable que son también herramienta terrible de control al servicio del Estado, el cual absorbe nociones que son muy anteriores a su propia existencia («España se constituye en un Estado (…)»).
Defender el constitucionalismo a ultranza puede, de hecho, ser peligroso, porque bien pudiera ser que una constitución fuera o se convirtiera en herramienta de despótico control, desmanes sistemáticos o desprecio arbitrario («pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones (…)»). Entonces el constitucionalista que ha asentado en ese baluarte, entendido democrático, su ideario y su actuar, vería sus cimientos resquebrajarse y peligrar sus principios, debiendo escoger entre las opciones que esa ruptura abriera. Una buena constitución debe velar por los derechos de los ciudadanos nacionales, como medios para que éstos puedan llevar una buena vida, y será mala constitución si permite que el Estado construya el estado del bienestar del Estado, dejando a un lado su finalidad última. Porque el Estado, como la Constitución, es un medio, y no un fin.
Yo no sé si España es la Semana Santa, las batallas de Lepanto, Las Navas y Covadonga, la tortilla de patatas, o una mezcla de todo esto, pero sé que España no es el Estado ni ninguna constitución. Si es el folclore, lo típico o lo único, no lo sé, aunque tampoco lo creo. Cualquier reducción, sea a una norma legal venida a más o a una observancia neorreligiosa y sentimentaloide del costumbrismo popular de caña y tapas, me parece ahora un insulto a la inteligencia, y me da mucha grima. El terraceo será España, pero España no es el terraceo, de la misma forma que Madrid es España, pero España no es Madrid.
No cuestiono los esfuerzos individuales de los redactores de la Constitución actual, ni los colectivos de una sociedad que buscaba avanzar en una reconciliación necesaria. Tampoco los santifico. Pero no cuestionar sus voluntades y querer confiar en sus buenas intenciones no deben traer aparejado no permitirse cuestionar su resultado. Regresamos, de nuevo, a aquel determinante: todo lo humano es susceptible de mejora, porque nada obrado por mano humana es perfecto y acabado. Lejos de entristecernos o exasperarnos, esta nota distintiva debe espolearnos, aleccionarnos permanentemente y recordarnos nuestra posición en el mundo, tanto como seres humanos individuales como parte integrante de nuestra comunidad.
Un cuestionamiento razonable
Cuestionar la Constitución del 78 es, para mí y ahora, lo obvio y naturalmente humano, si bien es cierto que, como ya he dicho, la democracia no es absoluta, ni se defiende a sí misma, por lo que no sólo su funcionamiento diario, sino, más aún, la reestructuración de las normas que lo reglan, entraña grandes peligros. Es esta realidad la que provoca que este constitucionalismo pueda ser beneficioso —aquí y ahora—, como salvaguarda de cierta estabilidad. Pero, de nuevo, debe contemplar otros dos factores: por una parte, la aceptación de que ni la democracia ni la Constitución son fines en sí mismas, sino herramientas que deben ir siempre dirigidas al bien común —no al interés general—, esto es, en última instancia; el constitucionalismo debe ser humilde y alejarse, en la medida de lo posible, de la mentalidad estatalista absolutizadora, que pretende dominar el alma de la Nación como un paso más en la construcción del Estado moderno total, del Estado por el Estado. Por la otra parte, y de acuerdo con la primera, la apertura del constitucionalismo a la reforma y la regeneración. Por muy total o totalitario que sea un Estado, no puede postergar de forma indefinida las ansias de reforma, las cuales, si no se ven atendidas y encauzadas de alguna forma, pueden derivar en un movimiento rupturista, lo que a su vez podría poner en peligro no sólo el Estado sino la propia supervivencia de la Nación al provocar un cisma en su alma.
Es cierto, y no se le habrá escapado al lector, que este ejercicio dual de reforma y humildad no es posible hoy en día, y no sólo por la terrorífica situación política de España, sino también porque nuestra sociedad no está preparada ni capacitada para comprenderlo, compartirlo y llevarlo a cabo con la honestidad requerida. Pero urge acometer esta empresa, y que no se dé la coincidencia de estos dos factores ahora no significa que no se deban comenzar a sentar los cimientos de este reformismo constitucionalista. No empero, ya se están urdiendo. «Soberanía» es prueba de que algo se mueve a la derecha. El propio autor lo confirmó, durante la presentación, con una afirmación que desató entre los asistentes entusiastas aplausos: «España es el sujeto político que, en un momento dado (..) se da una constitución y, por tanto, mañana España se puede dar otra constitución».
Por mi parte, este lento proceso despierta en mí ilusiones, prudencialmente mitigadas por los peligros, previstos e imprevistos, que obviamente surgirán —todo cambio conlleva riesgos, aunque quedarse inmóvil tampoco frena su llegada— y por las múltiples cuestiones que quedan sin respuesta —como he dicho, no siento cátedra sobre nada ni tengo yo las respuestas. Más bien, y tomando prestado lo escrito por Jorge Buxadé, «no busques, amigo lector, perfección en las citas o referencias doctrinales (…) Busca, en cambio, querido lector, sinceridad, autenticidad y rectitud de intención. Esto es todo lo que puedo ofrecer». Qué delicia recibir lecciones tan redondas a tan bajo coste, y de un profesor tan humilde.