Con esta cita de Arquíloco comienza Aurora Luque su antología de poesía griega Aquel vivir del mar (Acantilado, 2015), con una despedida. Acaso tenga sentido iniciar el libro, y estas lecturas, así, tomando conciencia de lo perdido.

Cuando se lee a los clásicos griegos, uno siempre tiene la sensación de dejarse cosas. En ellos, cada palabra está cargada de significado y cada nombre propio encierra una historia. Así, según vamos avanzando en su lectura, en vez recorrer el camino como quien va recogiendo migas de pan, se nos van cayendo, y, de esta forma, perdiendo detalles y referencias, uno puede llegar al final del libro con la sensación de hacerlo con las manos vacías.

Quizá, antes de embarcarnos en ellos, sea necesario abonar el terreno. Regarlo de unas lecturas que, seamos claros, acolchen el golpe. Libros que nos hagan ver lo que no vimos, o no veríamos.

Estoy pensando en un ejemplo de Pedro Olalla en el que nos descubre que, en el Canto XI de La Odisea, cuando acompañamos a Odiseo en su visita al Hades, no entendimos del todo las palabras de Tiresias: «Has de ir al lugar donde los hombres no conocen el mar, ni han visto nunca naves de alados remos, ni toman alimento sazonado con sal».

Entonces llegó Olalla con Palabras del Egeo (Acantilado, 2022) y la luz se hizo:

«Sals… Wals… Hals… parece estar diciendo desde siempre cada ola que rompe en la orilla. (…) [hals] llamó la lengua griega al mar hace milenios, como tratando de repetir su voz. De ese nombre aprendieron también nuestras lenguas a llamar a la sal.

(…) A decir verdad, no hay mar si no hay sal; y, tal vez por esa identidad, goce la sal de tanto arraigo en esta milenaria cultura marina. La sal como don divino, la sal como alimento, la sal como cura, la sal como estipendio, la sal del ingenio (…). La sal de la civilización».

O sea, que no tomar alimento sazonado con sal no era un simple detalle. Que, aunque no conocer el mar sea un hecho determinante, del alimento sazonado con sal subyacía una cultura, toda una civilización no extinguida, porque añade: «(…) la sal de la fraternidad (“compartir pan y sal” decimos aún hoy, aquí, en Grecia)».

En Palabras del Egeo, Pedro Olalla nos ofrece un universo de referencias. Nos habla del origen de las palabras, de fonemas, de las doctrinas históricas que hoy la ciencia nos permite cuestionar. Diría que lo hace de un modo que termina apasionándonos, pero lo cierto es que apasiona desde la primera página. Aunque ya lo confesé en el último capítulo de Prólogos, no puedo ser objetiva, Pedro Olalla me tiene fascinada, así que lo único que puedo decir es: háganse con Palabras del Egeo.

He hablado de Pedro Olalla y Aurora Luque, pero hay más, el problema empieza a ser elegir. También María Belmonte o Zbigniew Herbert, por ejemplo, nos dan luz. Todos estos autores abren un canal, nos hacen participes de un lenguaje que de pronto somos capaces de intuir, de una cultura que somos capaces de apreciar y de un paisaje que los explica a ambos. Y aunque nos queda un largo camino para entender, al fin, al menos, ya lo hemos emprendido.