Hubo un tiempo en el que quienes enarbolaban la bandera del feminismo —del de verdad— reivindicaban que las mujeres son igual de válidas que los hombres y, para ello, estudiaban, trabajaban, se esforzaban y demostraban con hechos —y no mendigando tratos de favor— sus capacidades y aptitudes. Ante todo, ellas se sabían capaces en una sociedad que, pese a minusvalorarlas en un principio, finalmente, gracias a sus actos, las terminó por reconocer como iguales. No dejo de preguntarme qué sentirían esas mujeres tenaces de antaño si les dijésemos que sus tocayas del futuro dejaron de creerse capaces de competir con sus compañeros hombres hasta el punto de, por ejemplo, exigir un número de plazas reservadas sólo para ellas.

Como si de una veleta se tratase, la imagen de la damisela en apuros que necesita constantemente la asistencia de un tercero oscila a conveniencia entre el machismo más rancio y el empoderamiento más powerful. Bien puede ser algo deleznable, si lo que se pretende es criticar un cuento de princesas Disney donde una joven es rescatada por un apuesto príncipe —ya que ella misma podría buscarse la vida—; o bien puede ser un principio básico de «justicia social», si lo que se busca es que el Estado garantice por ley un determinado resultado o privilegio para las mujeres, ya que la falta de paridad es culpa de un heteropatriarcado nos impide perseguir nuestros logros y conseguir nuestras metas necesitando, por tanto, una ayuda extra.

El último ejemplo de esta burocracia de la paridad, de ese empujoncito condescendiente y paternalista, lo encontramos —cómo no— en la Unión Europea donde hace una semana se llegó a un acuerdo para fijar una cuota de al menos un 40% de mujeres en los puestos directivos de las grandes empresas europeas para finales de junio de 2026, con medidas vinculantes y con un sistema de penalizaciones para el caso de incumplimiento. Lo que para Ursula von der Leyen fue un gran día para las mujeres en Europa, para mí supuso la constatación de que ser mujer es la nueva discapacidad. Como decía antes, esas mujeres que no se sentían inferiores, sino plenamente aptas se estarán, como poco, retorciendo en sus tumbas ante un despropósito como este.

Dicen que el sentido común es el menos común de los sentidos, y algo de verdad habrá en ello, porque de lo contrario no me explico cómo es posible que la imposición de políticas sexistas se venda como todo un logro para las mujeres cuando, en realidad, lo que hacen precisamente es dañar a quienes dicen proteger. Aquella mujer que consigue su puesto por méritos propios, por culpa de este tipo de políticas, siempre será perseguida por la sombra de la duda y la sospecha, pues el hecho de ser mujer, lejos de ser indiferente, la habrá predestinado a ser la de la cuota. Pero no, no se enteran. Y así siguen, apostando por una discriminación positiva que fomenta el rol de mujer objeto al aparentar que estamos allí con el único pretexto de alcanzar unos resultados políticamente correctos, y sin importar nada más.

Ni que decir tiene que este tipo de medidas intervencionistas colisionan frontalmente con la libertad del empresario al imponer desde el Estado cómo debe ser su plantilla. Lo lógico es que, si el empresario asume por su propia cuenta y riesgo un negocio, qué menos que contrate a quien él mismo considere más capacitado sin importar su sexo. En cierto modo, la imposición de cuotas externaliza en la administración la decisión de a quién contratar, al determinar la composición de la plantilla, pero mantiene en el empresario el coste de oportunidad que dicha decisión lleva aparejado, al privarle de contratar a los mejores si con ello no cumple con los porcentajes establecidos.

Erróneamente se señalan este tipo de medidas como impulsoras de la diversidad, pero la palabra diversidad significa variedad, desemejanza, diferencia, abundancia, gran cantidad de cosas distintas, y nada de ello se consigue mediante una planificación rígida, estática e igualitaria. La diversidad reside en la libertad: unas empresas pueden estar formadas por un 80% de mujeres y un 20% de hombres; otras empresas por un 100% de hombres; y otras pueden contar únicamente con mujeres. Bajo ningún concepto la obligación de mantener un cupo preestablecido en función del sexo arrojará un estado de las cosas basado en la diversidad, sino todo lo contrario. Si todas las empresas cumplen con los caprichosos porcentajes que se le antojan al burócrata de turno, que bien podrían ser otros, lo que tenemos es un único modo de organización igual para todos. Tal vez sea yo, pero no me parece un ecosistema empresarial muy diverso.

Por otro lado, alguien podría pensar que en un futuro la discriminación positiva se hará extensiva a todas las empresas de los distintos sectores de la economía y que no sólo será objeto de regulación la composición de las cúpulas directivas de las grandes empresas. Ya adelanto que no caerá esa breva, pues no me imagino a una Irene Montero o a una Ione Belarra, cuyo público objetivo es la acomodada Españita movistar, hablando de que más mujeres deberían ocupar los trabajos más físicos y pesados que mayoritariamente son desempeñados por hombres. Las del feminismo de salón no son tontas.

En cualquier caso, cuando tanto hombres como mujeres pueden escoger libremente qué estudiar y a qué dedicarse, entre poco y nada debería importar el porcentaje resultante del agregado de sus decisiones. Bajo ningún concepto ello debería ser materia de políticas públicas, ya que cualquier intervención en ese sentido es liberticida, pues implica el abandono de la interacción espontánea al imponer un resultado determinado.

Aún recuerdo cuando era adolescente y pensaba en mis objetivos y mis metas con ambición —como, por cierto, sigo haciendo— y no desde las posiciones victimistas que parten hoy en día. A diferencia de lo que ocurre en el presente, a mí jamás se me pasó por la cabeza que ser mujer iba a suponer un obstáculo para mí, pues en aquel entonces las jóvenes no teníamos obnubilado el cerebro con ideas tóxicas como la de que no somos igual de capaces que los hombres a la hora de enfrentarnos en el mundo laboral. Es ridículo que en la actualidad cause más revuelo y movilización la demanda de que los piropos callejeros sean tipificados como delito cuando la mayor falta de respeto hacia la mujer es el insulto institucional constante que se esconde detrás de la discriminación positiva. Las mediocres no lo entenderán, pero eso duele más que cualquier desfachatez obscena que pueda escuchar yendo por la calle, pero me da a mí que todavía no están preparadas para esta conversación.

Si de hablar de presencia femenina se trata, me resulta imposible no recordar a Margaret Thatcher, la reina del asertividad, cuando en Los años de Downing Street cuenta qué solía responder cuando le preguntaban cómo se sentía siendo una primera ministra del sexo femenino, pues siempre contestaba: «No lo sé, nunca he probado la otra posibilidad».