El miércoles pasado pude ver el debate electoral Macron-Le Pen allí, en la France. A pesar de que empecé a dar cabezadas al cabo de tres cuartos de hora, aguanté hasta el final. Sin embargo, me perdí lo mejor: la reductio ad putinum que ya determinó el resto del espectáculo televisivo. Fue el punto álgido de un debate que ha resultado ser el menos visto desde la época en la que Hervé Vilard cantara Capri c’est fini.

Cogí la emisión justo antes de que trataran el bodrio de la «digitalización». El asunto se enfocó como las medidas que se deberían tomar para hacer de nuestro continente una granja ponedora de futuros Steve Jobs y Larry Page. Igual es cosa mía, pero creo que en este momento los europeos tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos. Por ejemplo, no terminar siendo el niño desnutrido y andrajoso que el Tío Sam esconde en el sótano de su mansión victoriana. Pero como tenemos a Úrsula de ama de llaves y a Borrell de primer mayordomo, nos lo están poniendo difícil. No nombro a los palafreneros y lacayos porque la lista sería interminable.

Aparte del tema, que giraba en torno a esa nueva revolución industrial que tanto apasiona al Foro Económico Mundial, también hablaron de educación, seguridad, energía y del impacto que ha tenido el COVID en la Francia rural. Desde ya y como primera valoración: debemos asumir que Marine Le Pen nunca dominará el ejercicio del debate electoral. A pesar de que su prestación fue mejor que la del año 2017 —cosa nada difícil—, esta vez la excesiva prudencia y el ponerse a la defensiva hicieron que sus posibilidades se vinieran abajo. Y eso que tenía artillería de sobra para haber hecho un buen destrozo a Macron, pero no la utilizó. Eso sí, contrariamente al ocupante del Elíseo, la encontré calmada, más propositiva y con los pies en la tierra. Asunto al margen es que algunos de sus proyectos, concretamente el energético (que quiere basar casi exclusivamente en lo nuclear), sea realizable de la manera en la que prevé llevarlo a cabo.

Quizá sea exagerado decir que hubo una inversión de papeles con respecto al mismo debate de hace cinco años, pero ahí anduvo. Vimos a un Macron arrogante, despectivo y maleducado. Cortó con frecuencia el turno de palabra de Marine Le Pen y la ínclita Léa Salamé, moderadora de la emisión y pareja de Raphaël Glucksmann (hijo de uno de los pesos pesados de Mayo del 68), no fue capaz de meterlo en cintura. Ni le interesó seriamente. La preferencia de la periodista por el candidato a la presidencia de la República era flagrante. Los ojitos hipnotizados y las medias sonrisas indicaban por dónde iba la cosa.

Dicen que los equipos de campaña debieron llegar a un acuerdo antes de comenzar el debate electoral. Un pacto del tipo: «Vamos a llevarnos bien». A no utilizar ciertos asuntos que podrían conducirles a la destrucción mutua. Pero esto a quien más benefició fue a Finito de Amiens. El antiguo FN arrastra una sospecha de fraude por el mal uso de fondos europeos que superan ligeramente la cantidad de seiscientos mil euros. Curiosamente, y al igual que en 2017, esta información se ha reactivado días antes de la segunda vuelta electoral. A Macron, sin embargo, le persiguen treinta escándalos como treinta soles a los que ninguna institución quiere meter mano. De momento. Algunos de estos asuntos podrían perjudicarle seriamente, si no fuera por su condición jurídicamente intocable como presidente de la República.

Tales corruptelas no sólo representan a esa criatura prefabricada y altiva, no apta para dar lecciones a nadie, sino también al sistema político francés: tráfico de influencias, información privilegiada, confusión orgiástica entre lo público y lo privado, traición contra el Estado por la venta de compañías fundamentales o estratégicas a potencias extranjeras (Alstom y Alcatel Lucent), venta de grupos de telecomunicaciones (SFR) a empresarios afines, ocultación de ingresos (Pfizer-Nestlé) y lo que te rondaré.

Más allá de los Pirineos, el llamado capitalismo de amiguetes ha sido elevado a la categoría de arte gracias al Mozart de las finanzas que mora en el palacio del Elíseo. Un virtuoso que ha endeudado a Francia en seiscientos mil millones de euros más desde que accedió a la magistratura presidencial. Ahora, no ha habido en París despacho de postín dedicado a la intermediación financiera, banquero de campanillas u oscuro personaje que no se haya llevado su (buena) tajada en la operación de venta de Alstom a General Electric. La banca de inversión, la francmasonería, las cloacas del Estado y la política… Todos juntos y revueltos en la douce France de Napoleoncito IV, el seductor. El que ejerció un «oficio de puta» (Alain Minc dixit) mientras estuvo en ca’ Rothschild. Si a lo anterior añadimos el talante tiránico y represivo con el que ha gestionado la crisis de los chalecos amarillos o la del COVID, obtenemos el retrato perfecto del neodéspota posmoderno: una creación al servicio de intereses que no son precisamente los de la nación.

No verán tratar en los medios generalistas patrios nada de lo anterior. Ni siquiera serán evocadas las catorce mentiras que Finito de Amiens soltó alegremente durante el debate. Nuestro columnismo boomer blanqueará y aplaudirá la victoria del niño de los recados del poder financiero tirando de sospechosos habituales. Uno de ellos: Rusia. Manu ha estado vendiendo armas al país eslavo hasta antes de ayer, pero luego se indigna porque el FN pidió un préstamo allí para financiar una campaña electoral. Si, según Macron, el banquero de Marine Le Pen es Putin, ¿cuál es el suyo?