Hace algunas columnas les hablaba de uno de esos besos del cine que se quedan para siempre en la memoria. Claro que las escenas de besos, esto es sabido por todos, se impregnan en aquella con mayor facilidad que cualquier otra. El beso en cuestión es el que se dan Cary Grant y Deborah Kerr, en el Tú y yo de 1957, en las escaleras del transatlántico que les lleva de vuelta de Europa a Nueva York. En aquel artículo les adelantaba que en la escena no vemos nada, que nos quedamos con un plano de sus cuerpos, con ella cogida del pasamanos y que al buen entendedor no hay que mostrárselo todo. En realidad, no sabemos nada de lo que ha pasado, lo intuimos, y uno, cuando ve la película, no puede remediar preguntarse si se estarán besando de verdad o si, sencillamente, todo es un truco. No sabemos nada porque no lo vemos, pero lo sentimos. Y esa es la magia: sentir sin ver. Al menos a mí me ocurre.

Existe en el cine actual una propensión a mostrárnoslo todo. O, bueno, quizá a mostrarnos demasiado. Cierta tendencia, digamos, a la sobreexposición, a contarnos más de lo necesario y a exhibirnos explícitamente determinadas situaciones. Y a mí esas dos inclinaciones me ponen de muy mal humor, me enfadan y me entristecen en la misma medida. La primera de ellas porque siento que nos están tratando de tontos, aunque de eso hablaré otro día. Pero sirva de adelanto decir que John Ford hizo alguna de las mayores obras maestras del cine sin apenas contarnos nada, con saltos y elipsis, porque comprendía que el ser humano es inteligente y que, a veces, dejar que otro se imagine la historia es hacer una gran película. Esa es la genialidad. Pero ya les digo que de eso hablaré otro día, si tienen a bien seguir leyéndome. La segunda de aquellas inclinaciones, la de exhibirnos determinadas actitudes de una forma tan explícita, me da mucho que pensar, es la más peligrosa y, en la mayoría de las ocasiones, me preocupa.

Y es que me preocupa pensar que estamos viviendo ya en ese mundo en el que no hay ni una sola película en la que no aparezca una escena de sexo. No es que yo tenga nada en contra del sexo, Dios me libre, pero me da miedo plantearme que ya estamos dando ese último paso, ese que nos lleva a lo obsceno y que supone desentenderse enteramente del amor para quedar todo reducido al sexo. Yo no digo que las películas no tengan que desprender sexualidad y erotismo en las relaciones humanas que proyectan, pero —y sé que lo que voy a decir es muy manido— antes las cosas se hacían mejor. Porque esto de la pasión no es algo que hayamos inventado nosotros, no nos engañemos. Comprendo que cuando vemos esas fotografías o esas películas en blanco y negro se nos puede hacer difícil pensar que las personas que aparecen en ellas viviesen el amor como nosotros, pero, amigos, estas cosas son más viejas que la tos. Vamos, que estaba todo inventado. Y para muestra un botón, o mejor, para muestra las películas de los sesenta, como siempre. Porque piensen en Atrapa a un ladrón y sus fuegos artificiales, aunque es del 55, Con la muerte en los talones y su final del tren entrando, por fin, en el túnel, aunque es del 59. O piensen en el erotismo de Audrey Hepburn durmiendo sobre el pecho de George Peppard en Desayuno con diamantes, esta sí, del 61, o en Encuentro en París, esta también, del 64.

Venga, piensen en esta última —o véanla si no lo han hecho— y díganme si no existe seducción en Audrey Hepburn saliendo de su habitación con ese camisón largo para buscar a su canario Richelieu y en cómo William Holden recuerda al verla todas las razones que existen para vivir, para enamorarse y, claro, para escribir. «No crea que voy a dejarle, estaré aquí cuando me necesite», le dice ella. Y el comienza a ametrallar en su máquina de escribir el mejor guion del mundo. Pero no pasa nada más, al menos que nosotros veamos. Y es que se nos ha ido desvaneciendo el amor en el cine, nos han robado ese amor que se hacía a golpe de conversación y miradas, de besos y abrazos, de complicidad, de bailes y giros de guion, de malentendidos y líos, de flechazos y enamoramientos a primera vista, de paseos por Manhattan durante la noche y visitas a un planetario, de ir al cine juntos y luego cada uno a su casa, o de acompañarla hasta la puerta de la suya para llevarte el beso en la mejilla. ¿Y ahora? Qué disgusto.

En fin, que de aquel beso entre Cary y Deborah no visto, no rodado, puedo ahora decirles que existió, porque he encontrado una fotografía que demuestra que aquello sucedió y que sí, que hubo beso. Alguien estaba en el piso superior al que llevaban esas escaleras con una Polaroid y vio lo que nunca se debió mostrar porque a mí, no sé si estarán de acuerdo, me bastaba con imaginarlo. Y es que en mi vida he visto muchas escenas para recordar y créanme cuando les digo que, muchas películas después, he comprendido que en el cine, y en la vida, lo mejor es lo que no se ve, lo que queda a la imaginación.