Libres es la primera —y extraordinaria— producción de la distribuidora de cine Bosco Films, producida junto con Variopinto. En ella nos sumergimos en lo que no me atrevería a llamar «película» —término que nos hace pensar en un concepto distinto al originario— porque es algo que simplemente lo supera. Así, no es el hecho de narrar o contar —siquiera de contar bien— una simple historia.
Es el modo de hacer, de haber hecho, en el que la creación —la emisión— se ha sumergido en la memoria de la realidad, penetrando sus capas superficiales, y ha quedado impregnada en su totalidad del espíritu que la conforma. Lo que los hebreos han venido refiriéndose como hokmah (la capacidad artística del hombre, influenciada por el soplo divino, revestida de una responsabilidad terrible de crear belleza entre el kalós y la idolatría) Bosco Films lo lleva a cabo a la perfección, dejándose arrastrar por la sabiduría de lo hermoso y no caer en falsas proyecciones.
No hay, ni puede apreciarse, una ruptura entre lo creado y lo que es. La realidad y la producción son en todo momento una misma cosa. Por tanto, no llama la atención que a lo largo del largometraje exista un cuidadoso juego entre luces y sombras, que alguno poco ávido podría reducir a un exitoso recurso por parte del director o del encargado de fotografía. No. Es una realidad —arte y realidad fundidas en un mismo horizonte— en la que Jacques Philippe no dudaría en llamar un camino «en la fe y la esperanza, todavía no en la luz y la posesión». Porque, a pesar de muchos, la fe consiste en exactamente eso: caminar a oscuras. Algo semejante nos sugiere este viaje al interior del hombre.
He convenido conmigo mismo —a riesgo de equivocarme— en llamar teología de calle a las diversas descripciones que hacen los protagonistas acerca de su propia experiencia y que se traducen, en última instancia, como la mera actuación del Señor. Esto es así por una razón muy sencilla: no nos alcanzan con rollos farisaicos; por el contrario, sus vidas son testimonios, representaciones si se prefiere, de algo más grande. No estamos hablando de aquella perfección e impoluta vida de los santos sino, sobre éstos mismos, su pertinaz avance en las durezas, indecisiones y oscuridades del camino. Es cuanto les define, y su definición es, por antonomasia, el esperado encuentro por el que todo hombre debería suspirar. «El Espíritu os descubrirá la verdad, y la verdad os hará libres».
Encuentro por el que todo hombre debería suspirar. Menciona uno de los protagonistas que «somos vocación», Dios no ha dejado a nadie sin proyecto de desarrollo. Conviene recordar las palabras del profeta Isaías: «Te he llamado por tu nombre, tú eres mío». Y Lucas, el evangelista, relata la entrada de Jesús en Jericó: «Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba (…). Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los y ojos y le dijo: “Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa”». Esa es la apertura de corazón de nuestros religiosos recluidos: «Porque de repente me encontré con que Cristo vive. Eso estalló mi corazón. ¿Dónde estás Tú?». Preguntan, buscan y lo hallan escondido. Mas la conversión sólo se posibilita en el marco de encuentro, en el espacio vacío de sí mismo, de uno mismo. Así Dios transforma la herida en alianza y nos permite descubrir aquello a lo que hemos sido llamados.
La experiencia que nos recuerdan estas personas insiste en convencernos de que ese encuentro se facilita en la oración, en el tú a Tú, o viceversa. En un paralelismo que utiliza uno de los protagonistas con la vida matrimonial, nos dice: «Si se abandona la oración, se marchitará y morirá. Si no se mantiene el diálogo de amor, morirán». Posiblemente forme parte de la lógica propia de lo divino, que suele ser paradójica: es tan sencillo que deviene ineluctablemente complejo. Regar es un acto simple y, sin embargo, a cuántos se les mueren las flores.
Algunos lo tienen más claro: basta con «tratar de florecer allí donde Dios te ha plantado». Esto adquiere otra nueva dimensión, pues la vida espiritual está íntimamente ligada al esplendor de la naturaleza, que se suceden una y otra vez complementando este florecimiento, este verdor que se yergue al cielo y crece hacia la luz.
En El Retorno del Rey, Tolkien escribe, de la mano del soldado Beregond dirigiéndose a Pippin: «La esperanza y los recuerdos sobrevivirán en algún valle oculto donde la hierba siempre es verde». La esperanza, memoria del Paraíso. Lo oculto, a lo que se dirige el hombre escatológico a través de la fe que día a día se preocupa en cultivar.
En fin, lo mejor de esta magna producción se resume en lo siguiente: no es necesariamente un llamado a la vida religiosa, sino un despertar para comenzar a vivir como santos.