A finales del siglo XII y principios del XIII la frontera entre moros y cristianos se situaba entre el río Guadiana y Sierra Morena. La Reconquista fue un proceso lento, de casi ocho siglos. No es que fuese complicado arrebatarl el territorio a los musulmanes, que lo era, es que aquello que se iba recuperando había que repoblarlo. Y la vida en la frontera era difícil, muy difícil.

En aquella época la zona andalusí se encontraba bajo el mando de los almohades, una especie de integristas islámicos que llegaron del norte de África en auxilio de la Taifa de Mértola y que, de paso, se quedaron y añadieron el territorio andalusí a su califato. Estos despiadados guerreros promulgaron la pureza islámica y extendieron en la península la Yihad contra los cristianos.

Al otro lado de la frontera cinco reinos cristianos: Portugal, León, Navarra, Aragón y Castilla. Este último, el más grande, poblado y poderoso de todos era el que en aquellos momentos y hasta el final de la Reconquista llevó el gran peso de la lucha. Un siglo después de la conquista de Toledo por Alfonso VI, que desterró al que llamaban el Campeador, la frontera se situaba un poco más al sur de la capital del antiguo reino visigodo.

Otro Alfonso, el VIII de los españoles, se enfrentaba a una situación complicada. Su relación con los reinos vecinos de León y Navarra no pasaba por sus mejores momentos y para colmo, a al-Ándalus habían llegado los almohades. En un primer enfrentamiento, los norteafricanos, al mando del Califa Yusuf no les dieron opción en la batalla de Alarcos, cerca de Ciudad Real, en 1195. Por si fuera poco, en 1211 Castilla perdió el Castillo de Salvatierra ante el enemigo, una plaza clave a las puertas de Sierra Morena.

Pintaban bastos para los propósitos castellanos. La superioridad militar almohade era incontestable y, para más inri, las disputas con su primo el rey Alfonso IX de León hacían que la retaguardia requiriera siempre una hueste fija que defendiese la frontera entre León y Castilla.

Todo o nada para los cristianos en la península

Los cristianos necesitaban el mayor número de fuerzas posible y el rey sabía que después del desastre de Alarcos y la pérdida de la fortaleza Calatrava en la frontera sólo había una oportunidad. Era preciso adentrarse en tierras morunas y enfrentar de manera definitiva a los almohades. Para tener las espaldas cubiertas, el rey solicitó al Papa Inocencio III que declarara la batalla cruzada para la cristiandad y así recibir ayuda de todos aquellos voluntarios cristianos que quisieran ir a partirse la cara por la Fe. También, para que ningún otro reino peninsular atacase a traición a Castilla cuando todas sus fuerzas se concentraban en la lucha contra el islam.

A comienzos de julio de 1212, las tropas cristianas pasaron Despeñaperros y asentaron su campamento en las inmediaciones de la actual localidad jiennense de Santa Elena. Hasta allí llegaron caballeros y soldados de Castilla, Aragón y Navarra con sus reyes al frente, voluntarios leoneses, portugueses, franceses y algún centroeuropeo. Por supuesto no podían faltar las tropas de élite cristianas, los hermanos de las órdenes militares de Santiago, Calatrava, el Temple y los Hospitalarios de San Juan. Todos acudieron a una cita que cambiaría la historia de España y de la cristiandad para siempre. Aquella batalla era a cara o cruz: si vencían, el paso hacia el valle del Guadalquivir estaría abierto y dejarían muy tocado al poder almohade, pero si perdían la suerte sería la contraria. Todo lo que se había conseguido desde aquella victoria en Covadonga en el ya entonces lejano 722 podía derrumbarse como un castillo de naipes.

Enfrente, los almohades comandados por el Califa Muhammad an-Nasir, popularmente conocido entre los cristianos como Miramamolín. Era hijo de Yusuf. Sabiendo Miramamolín de la importancia de la ocasión, acudió con un ejército superior a las fuerzas cristianas en una proporción de tres a uno.

“¡Santiago y cierra, España!”

La batalla tuvo lugar en la ladera de una colina. Los moros, además de triplicar en número a los cristianos, esperaban en la parte elevada, por lo que la carga de los cruzados se desplegó cuesta arriba. Además, en julio de 1212 el calor en las Navas de Tolosa era tan asfixiante como ahora (hoy la máxima que allí se da es de 40 grados) o peor, en medio de la época conocida como periodo cálido medieval (y no, entonces no había granjas intensivas ni vehículos diésel).

El día 16, al grito de “¡Santiago y cierra, España!”, la vanguardia cristiana cargó loma arriba contra el enemigo. Las milicias castellanas, junto con los voluntarios leoneses, portugueses, navarros y aragoneses, se batieron primero con los yihadistas almohades. A las órdenes de Diego López de Haro, codo con codo con su hijo Lope Díaz, aguantaron una incesante lluvia de flechas mientras sufrían toda la dureza y brutalidad de una batalla del Medievo más cruento. Cuando la vanguardia desfallecía, la caballería y el grueso del ejército, con las órdenes militares al frente, bajo el mando de Gonzalo Núñez de Lara acudió para caer sobre el enemigo de manera decisiva, implacable. Fatal.

Las crónicas, la épica y el imaginario ayudan a recrear en nuestra mente la carga final sobre las fuerzas de Miramamolín. Los tres reyes españoles, Alfonso, Pedro y Sancho, al frente. Estribo con estribo, picando espuelas laderas arriba, bajo sus pendones, al lado de sus hombres, aquellos que habían acudido a la leva y a la llamada del papa para luchar por su Fe y que, triunfantes en aquel infierno, presenciaron la desbandada de un ejército tres veces superior.

Aquella victoria, como tantas otras en la historia, significó el acceso a la reconquista del valle del Guadalquivir y la recuperación de reinos clave como Jaén, Córdoba y Sevilla. Y, por supuesto, también anuló la posibilidad de la expansión almohade en la península. Tal vez la imposición en toda Europa del islamismo radical.

De aquel día hace hoy exactamente 809 años.