La recién nacida Ley de Vivienda es la llave para desbloquear los Presupuestos Generales del Estado del próximo año, como ya sucedió con los de éste. En los últimos días, se ha hablado mucho acerca del despropósito que la nueva norma supone: la experiencia desaconseja el uso de una política de vivienda así, pues ha fracasado estrepitosamente en San Francisco, París, Berlín, Barcelona… También rehúye la consideración de propuestas alternativas como el aumento de la oferta a través de la liberalización del suelo para permitir la construcción de vivienda nueva.

Se trata, como puede observarse, de una crítica de naturaleza instrumental, que aborda la poca idoneidad de la ley para alcanzar el propósito que dice perseguir —a saber, más vivienda disponible y a un precio más asequible, en especial para la gente joven y las rentas bajas. Sin embargo, hay una crítica previa y superior que, a mi juicio, está pasando desapercibida y que, por ello, corresponde abordar.

Me refiero aquí al aspecto normativo al que afecta la nueva ley. Y no en el sentido jurídico del término sino en su dimensión moral. La Ley de Vivienda ha de ser combatida en primer lugar, y, ante todo, porque atenta contra el derecho a la propiedad privada. En efecto, se trata de una obviedad y, por descontado, se ha sacado a relucir este argumento previamente. Sin embargo, considero que la defensa del derecho a la propiedad privada apenas ha arañado la superficie de todo un mundo que merece la pena explorar, aunque sea en unas breves líneas. Por un lado, porque, aunque presente, el argumento de la propiedad privada no está tan presente como debería por su relevancia. Por otro, porque aún cuando se saca a relucir, se halla incluido en una larga enumeración junto con otros motivos instrumentales —como los señalados anteriormente— o se encuentra habitualmente supeditado a la protección que le otorga la Constitución española.

Tanto el primer fenómeno como el segundo ponen de manifiesto un gran desconocimiento acerca del linaje y proceso intelectual que dan pie a este derecho y, al hacerlo, faltan al deber de presentar la mejor versión del argumento en contra de un despropósito jurídico que representa la nueva Ley de Vivienda.

El artículo 33.1 de nuestra Constitución consagra el derecho a la propiedad privada y a él se acogen quienes supeditan esta cuestión al amparo constitucional. Sin embargo, sorprende este proceder incauto, cuando el propio artículo dinamita lo anterior al señalar en sus puntos segundo y tercero que “la función social de estos derechos delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes” y “nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las leyes”. Si a este articulado le sumamos lo dispuesto en el artículo 47 de la constitución, alea iacta est:

“Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos”. (art. 47 CE)

Más allá de derecho positivo

Como puede observarse, el texto constitucional es insuficiente para la protección del derecho a la propiedad privada, y no mirar más allá resulta por lo tanto suicida. Yo en cambio, sugiero que vayamos más allá de los derechos positivos y echemos la vista atrás hasta una época no tan lejana en el tiempo. Una en la que los derechos y libertades fundamentales eran feudo del derecho natural y no de los arbitrios del legislador.

La puerta de entrada a este nuevo mundo la aporta la propia constitución, que dice “reconocer”, que no “crear”, el derecho a la propiedad privada. Y hace bien, pues en el lenguaje de las libertades y los derechos, el de la propiedad privada siempre ha sido visto —no así en la España de hoy como tampoco en tantos otros lugares— como un derecho natural e inalienable, como recogía la tríada clásica Lockeana del derecho a la vida, la libertad y la propiedad.

Esta concepción es radicalmente opuesta a la postura contemporánea de que el derecho a la propiedad privada no es sino una ilusión sometida al beneplácito del gobernante, como señalan Murphy y Nagel en The Myth of Ownership (2002). Sin embargo, sin una defensa moral —y, en ese sentido, pre-legal— de este derecho, hay pocas posibilidades de que salga victoriosa.

La propiedad privada como derecho natural es algo que los Padres Fundadores de los Estados Unidos entendieron a la perfección, y no como el fundamento de mayor prosperidad —algo que la evidencia empírica avala—, sino de la libertad misma. La propiedad, a su juicio, es el pilar de todo lo que tenemos, incluso el derecho a ser libres. Tal y como señaló James Madison, “igual que se dice que un hombre tiene el derecho a su propiedad, se puede decir que tiene una propiedad en sus derechos”.

A su vez, conviene recordar que, al contrario de lo que defienden quienes se refieren a la libertad como mera ausencia de coacción —libertad en sentido negativo—, ésta tiene también una dimensión positiva en la que el derecho a la propiedad juega un papel capital. No es suficiente que tengamos libertad desde o libertad de. Para la consecución de nuestros planes vitales, de nuestro ideal de la vida buena, también precisamos de unas condiciones materiales que, en gran medida, quedan garantizadas mediante el reconocimiento por parte del poder público —que no otorgamiento— de un derecho a la propiedad privada sagrado e inviolable. Un derecho que hoy está bajo el asedio de quienes sí parecen comprender —desde luego, mucho mejor que nosotros— la importancia de esta cuestión.