Del mismo modo que existen regiones en los territorios, en sus delimitaciones de la geografía física o la ciencia social, también existen regiones del corazón y el pensamiento. Con su topografía y sus fronteras, proyectadas desde las impresiones, los sentimientos, las sugestiones, las ideas y las creencias, nuestro pensamiento habita también espacios que brotan de nuestra experiencia vital: una lectura, un amor, una cena alegre, una infancia dolorosa. Para los poetas, es un desafío comunicar este océano insondable, como una cierta desproporción entre la mirada poética y su comunicación. Para los melancólicos, es la tentación de fundar espacios sobre la base de la pérdida. Es la tentación romántica de la renuncia al conocimiento por el intuicionismo.

La melancolía, dice Jon Juaristi, es una «denegación de la pérdida mediante una identificación del sujeto con el objeto perdido». Sucede, sin embargo, que la melancolía nacionalista no se funda sobre una perdida real, comenta el autor. Catalanes, vascos, gallegos y andaluces, como el resto de los españoles, comparten históricamente una misma pérdida: la del Imperio. Los regionalismos, por otro lado, comparten la irrealidad de su pérdida y de su patria. «Nada tiene de extraño —recuerda Juaristi— que fuera precisamente la crisis de la última década del XIX, con la guerra de Cuba y Filipinas, el contexto en el que emergieron los nacionalismos periféricos, estrictamente contemporáneos de los regeneracionismos y del nacionalismo español del 98».

Hay ocasiones en las que confeccionamos regiones del pensamiento a partir de regiones territoriales o culturales. Hay lugares que ejercen una especial fascinación, y no necesariamente legendarios, como El Dorado o el Reino de Agartha. Oriente en general ha seducido y seduce por todo el deslumbramiento que produce lo remoto, lo desconocido, lo exótico. Andalucía es otro ejemplo. Hay quienes han visto en esta región como un paraíso sincrético, proyectando en la tierra el descubrimiento de un reino ignoto, reservado para los iniciados. Un paraíso perdido que restaurar. Blas Infante fue uno de ellos. Él, como Hegel, identificó «la Idea» y «lo real», siendo esto último un mero episodio en un proceso dialéctico. Toda la historia de Andalucía, desde los mismos Tartessos y la Bética romana es para Infante un proceso de realización de la Idea, del Ideal Andaluz. Quizás fue la búsqueda de iluminación la que le llevó a peregrinar en 1924 a la tumba del último rey de la taifa de Sevilla, Al-Mu’tamid, en Agmhat (Marruecos), como en un viaje iniciático del que retornar con el conocimiento privilegiado de la esencia de la Patria Andaluza. Allí es donde, según se cuenta, tuvo lugar su Shahāda, o conversión pública al Islam. Y es que Infante, en un ejercicio de auténtica palingenesia, contempla el periodo de Al-Ándalus como un momento de esplendor y de diversidad frente a la España católica, que asocia al centralismo y a la decadencia.

Blas Infante no es tan original como parece. Basta asomarse a sus escritos, como Ideal andaluz (1915), para comprobar que sus delirios no son más que otra manifestación regionalista de raíz materialista y naturalista, con particulares ecos krausistas. Su alusión a la realización de la Humanidad, su cosmovisión como de piso ajedrezado y símbolos esotéricos, y su inclinación muladí no obedecen más que al odio hacia sí mismo y, por paradójico que suene, hacia Andalucía. Lo lamentable es que los monstruos que produjeron los sueños de su razón hayan sido impuestos socialmente, comenzando por la aprobación de la bandera verdiblanca (como afirmación almohade), el escudo y el himno andaluces («La bandera blanca y verde / vuelve, tras siglos de guerra (…) ¡Sea por Andalucía libre, / España y la Humanidad! // Los andaluces queremos / volver a ser lo que fuimos / hombres de luz»), y culminando con la proclamación de Blas Infante como «Padre de la Patria Andaluza», todo ello reconocido en el vigente Estatuto de Autonomía de Andalucía.

La vida social prueba que es más humano el amor a lo propio y a lo cercano que el odio y la disgregación. De Ayamonte a Pulpí y del Campo de Gibraltar al Valle de los Pedroches, cualquiera reconoce que media un mundo entre la Bética y la Penibética, que no existe una forma pura de ser andaluz. Tenemos que enfrentarnos al hecho de que la diversidad de las tierras y las gentes de Andalucía, naturalmente hermanadas en España, siendo ajenas a las alucinaciones melancólicas de Blas Infante, tienen que padecer que sus élites las asuman y propaguen en un proceso místico y sistematizador que, como advirtió Eric Voegelin, «se construye sobre un abismo de nihilismo humano, encuentra en un colectivo el único alimento posible para sus ansias de realidad».