Una serie de disparates que se dieron en el ámbito judicial en torno a un caso de denuncia por abuso sexual —disparates que tienen como origen otros desastres jurídicos anteriores generados por la promoción de leyes identitarias— han puesto nuevamente en el tapete el tema de la libertad de prensa en nuestro país, a raíz del allanamiento de un medio de comunicación.

El de la Libertad de prensa es un tema históricamente presentado por cualquier gobierno como uno de sus atributos más importantes. Dentro de una región cruzada por gobiernos autoritarios e institucionalidades débiles, cabría preguntarse si los títulos que suele atribuirse a partir de valoraciones externas —la mayoría realizadas por organismos internacionales u oenegés financiadas por esos mismos organismos— sobre nuestra libertad de prensa están tan vigentes, o no son entregados por instituciones que últimamente han hecho un culto atroz a la censura y la cultura de la cancelación, especialmente a partir de la Pandemia.

Este es uno de los puntos más inquietantes de todo este episodio: las visibles y justificadas reacciones de preocupación sobre la fortaleza real de la libertad de expresión y libertad de prensa son realizadas por actores políticos y culturales que no han tenido el mínimo empacho de ejercer diferentes niveles de censura y, especialmente, no han dicho absolutamente nada con respecto a la censura y cultura de la cancelación que hoy se yergue como ley en buena parte de occidente. Ninguno de ellos se ha referido, en ninguna ocasión, a las acciones liberticidas y autoritarias que los gobiernos centrales, medios de comunicación y redes sociales más populares han ejercido sobre diferentes actores que han osado cuestionar mínimamente cualquier información oficial en los últimos años.  Incluso muchos han sido parte de diferentes organismos y agencias —los tristemente famosos fact chekers— dedicados a la persecución ideológica, censura y promoción de una especie de verdad única. Ver este proceso creciente tener cada vez más fuerza en España, Estado Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia, Italia, Australia, Canadá y un largo etcétera de naciones ejemplares, debería hacer reflexionar a los periodistas y ciudadanos de occidente. Incluidos los silenciosos periodistas locales.

No es la primera vez en la Historia que las sociedades occidentales, orgullosas de sus propios logros civilizatorios a nivel material y legal, ven como su modelo se les desquicia ante sus ojos. Valiendo el ejemplo para cualquier sociedad occidental, ya la orgullosa y autorreferencial sociedad se vio a sí misma como una expresión mejorada de la civilizada Europa, para observar luego con asombro como su modelo se les desquiciaba a niveles desconocidos, en las primeras décadas del siglo XX. Así, la pequeña Europa sudamericana veía como su modelo a imitar se dedicaba a destruir en pocas décadas toda la prosperidad económica y libertad cultural y política que había acumulado trabajosamente durante siglos, a través de la guerra, la expansión del autoritarismo y de los estados. No sería la primera vez entonces que al espejo donde nos medimos se le caen todos los tornillos y se desquicia, y esos mismos organismos que ponderan al país por sus libertades públicas han avalado con entusiasmo el espiral de censura y cancelación que domina hoy en las potencias occidentales.

No parece ser una casualidad que los atropellos a la libertad de expresión y la libertad de prensa se estén ejerciendo con mayor notoriedad en los países que históricamente han sido ejemplos de solidez en la institucionalidad republicana y democrática. Lo novedoso del asunto no es una contradicción ni una refutación, sino la confirmación de dos fenómenos de profunda peligrosidad: la destrucción de los sistemas de justicia basados en los principios liberales y  el uso de esa institucionalidad para la persecución ideológica de las voces que contradigan una especie de voz única global y ecuménica so pena de ser catalogado de alguna de las pestes políticas de la época (neoliberal, trumpista, ultraliberal, ultraderechista, negacionista, antivacunas, etc.).

Analizando estos dos factores, es necesario señalar que los sistemas jurídicos de raíz liberal —basado en los derechos y obligaciones de los individuos frente a sus actos, la presunción de inocencia, las garantías de un proceso justo e independiente, la igualdad ante la ley—, hoy han saltado por los aires con sus consecuencias en todos los campos de la vida en sociedad, tanto para el ciudadano promedio como para el periodista más encumbrado. Este proceso de deterioro de la libertad de prensa que se da llamativamente en los países de fuerte institucionalidad —y usando esa institucionalidad adulterada para la censura y persecución— parte de una concepción extremadamente jurídica y política de las libertades individuales. Yo recomendaría empezar por descartar cierta idea donde la libertad es «una meta», un «estadio social» que se llegará el día que simplemente exista una serie de garantías legales al respecto: «El precio de la libertad es su eterna vigilancia».

Esta concepción legalista de la salvaguarda de la libertad es bastante observable en el ejemplo de la libertad de prensa:  se ha depositado el ejercicio real de esta en un edificio jurídico, abstracto y garantista de la misma, que hace rato viene siendo socavado. Este anhelo de realidad social a partir de un orden legal se está dando de frente con la orfandad de un ambiente virtuoso de principios y aclamaciones principistas de un deber ser libre, lo que ha llevado a que el deterioro de la libertad de prensa sea más notorio en países que han depositado en su estructura jurídica la defensa de la misma, que en aquellos de institucionalidad históricamente dañada, donde la competencia tenaz y despiadada de diferentes actores y participantes, terminan por la vía de los hechos construyendo un ambiente de cierta pluralidad, resultado esta de que estos agentes persiguen sus intereses o de sus mecenas.

Lamentablemente en esta etapa histórica de occidente donde se deteriora la libertad de expresión y la libertad de prensa, solo se vuelve tema público cuando alguno de los miembros del mainstream mediático recibe una dosis del veneno. Este malestar es exteriorizado cuando la ola golpea los pies de alguno de los que hasta hace poco nadaban en esas aguas envenenadas. Les pasa a los periodistas, les pasa a los políticos, les pasa a los viejos liberales de izquierda que no pueden creer aún las consecuencias de sus sueños juveniles de refundación…

Todo este proceso de demolición jurídica y cultural que vive occidente esta disfrazado con los vivos colores de representar uno de los tantos futurismos o saltos hacia adelante que la ideología del porvenir ideal y utopista, cargada de determinismo, mesianismo y espíritu refundacional —conocida como progresismo— nos tiene preparados. Las viejas libertades liberales sucumben sin más frente a la horda jacobina convencida de su carácter misional, mientras los sistemas políticos afianzan la creación de un estado como burocracia del consuelo frente a la presión de las políticas identitarias.

Este problema ya lo hemos referido en incontables ocasiones. Las políticas identitarias, basadas en la destrucción del concepto central del individuo son abrazadas por casi todo el espectro político en los sistemas occidentales. Han logrado hacer de sus propuestas autoritarias ideas prestigiosas para las elites que las muestran como trofeos de vanguardismo y conciencia cósmica, así como un enorme y poderoso sistema de promoción material y social personal. Las ideas prestigiosas son en la actualidad un grupo de concepciones ideológicas nacidas del wokismo que son adoptadas por las elites académicas, culturales y posteriormente, económicas y empresariales del primer mundo como mecanismo de validación e identificación social. Estas ideas tipifican a las elites que se definen mayormente a través de sus creencias en lugar de los bienes, como símbolo de estatus social. La difusión de una posición social preponderante incorpora así una serie de elementos no materiales, sino que conjugan una serie de ideas y creencias socialmente correctas.

Para estos grupos promotores de políticas identitarias, la clave del modelo de acción radica en que la causa política, cultural, económica o social que representa la razón de su existencia debe trabajar en el consenso social de su importancia y necesidad indiscutibles, que la causa es lo suficientemente revolucionaria y refundacional que justifica cualquier daño colateral —aunque este sea la libertad de expresión o el estado de derecho— y lograr que este consenso jamás permita un cuestionamiento del botín real: los dineros públicos.

Logran instalar temas en la agenda desde su perspectiva de identidad basada en la superioridad moral de la causa y en el concepto determinista que subyace a su lógica: los individuos no existen, existen los colectivos de pertenencia, que te definen sin posibilidad de evitarlo. Este determinismo es un viejo conocido en occidente, a nivel religioso e ideológico, que hace que la libertad/responsabilidad individual se diluyen en un colectivo que te determina como una especie de Dios todopoderoso, que excede a tu voluntad.

En medio de este proceso civilizatorio, vemos a los políticos de todo pelo y color sonriendo frente a las cámaras junto al activista/artista de estas verdaderas empresas ideológicas, recibiendo feliz el baño purificador que brinda aceptar sus postulados, a cambio de dinero público. Pero los problemas con aceptar sin más este proceso de destrucción de las garantías constitucionales —que tuvo un capítulo importante con la aparición del COVID-19—, a mediano y largo plazo le llegará a la clase política, y sus intereses. Y allí suelen llorar sobre la leche derramada. Y esto no solo tiene consecuencias institucionales y políticas, tiene, con mayor dramatismo, profundo daño en el tejido cultural de las comunidades, que observan cada vez más, como un verdadero espíritu de época, a los demás ciudadanos no a través de sus virtudes y defectos personales, sino como si fueran un simple reflejo de un marco ideológico que los gobierna, los determina, los trasciende.

Estamos pues, ante un nuevo proceso de implementación -ya no a través de una religión tradicional, sino de una ideología vehiculizada a través de sentimientos identitarios —de la famosa fórmula cuius regio euis religio del tratado de Augsburgo de 1555, pero a nivel civilizatorio. Un neo cesarismo propiciado por las clases políticas occidentales, resultado último de su anhelo de centralización política. Veremos hasta dónde llega, y que libertades se carga en el camino.

Por Diego Andrés Díaz