«¿Justicia?. La justicia se encuentra en el otro mundo. En éste lo que hay son leyes».

Las gotas de lluvia se adueñan del cristal, dibujando pequeñas y efímeras figuras que distorsionan las luces y los volúmenes de lo que ocurre afuera.

Aunque para Tamia, ahora, esa diferente percepción entre la realidad y lo percibido no deriva del aguacero.

La chica, casi dieciséis años, melena bicolor cortada asimétrica dejando lucir parte de su nuca (en la que, en tinta roja, se lee «resistencia» sobre un corazón roto) y una significativa protuberancia en la región abdominal, tira con sus dientes de los padrastros de sus dedos.

La sangre brota fuerte, roja, anegando, como en aluvión, los endebles dedos de la joven.

En la cabeza de Tamia, como en una máquina pinball se entrecruzan imágenes y mensajes. Muchos rostros hasta hacía muy poco desconocidos. Otros familiares. Algunos ineludibles.

Todas esas voces vienen opinando, tratando de influir, informando, sugiriendo, apelando, inmiscuyéndose… Lo hacen, aproximadamente, desde hace unos tres meses, quizá algo menos, cuando todo estalló.

Le hablan de sus derechos legales. Le piden que piense en su futuro. Le trasladan que la Ley prevé que pueda adoptar una decisión que concluya con este infierno —sí, dicen eso, infierno— con apenas una intervención. Utilizan una palabra que a Tamia le origina un especial temor: «Interrumpir».

Guardan silencio, por unos segundos, y, después, le participan que, si decide continuar adelante (utilizan «adelante» como cuando alguien coloca un pie en el abismo posterior a la línea del precipicio), podría tener acceso a una serie de prestaciones y ayudas públicas.

Odia ese lenguaje enrevesado. De términos complejos. De palabras rimbombantes. Demasiado taxativo. Imperativo. «Es lo que dice la ley», le repiten, y entiende su odio a lo relacionado con el mundo del Derecho. Su filia a esos números y signos que significan lo que muestran, sin interpretación, sin recovecos, sin ambages.

Tamia, ahora lo recuerda, lo ha oído todo durante este tiempo, pero, especialmente, quizá por primera vez en su vida, ha escuchado. No ha preguntado, nunca. Solo ha absorbido la información.

Ha construido un tablero ingente en su cabeza, en el que coloca cada detalle, a la que anuda su consecuencia, los pasos del procedimiento, los documentos que han de rellenarse, los plazos que han de ser observados, la burocracia…

Siente frío.

La habitación en la que se encuentra, algo parecido a una sala de espera, se le antoja tan impersonal y aséptica como un aeropuerto, como un tanatorio, como la recepción de un hotel funcional a las afueras de la ciudad.

Cae un relámpago. La calle se queda a oscuras. Las farolas se apagan de súbito. Se oye un chisporroteo continuo y la luz eléctrica se desvanece. Una oscuridad lechosa se adueña del habitáculo.

Tamia se sienta aún más sola, pero, de repente, lo entiende todo.

No quiere pensar en la ley. No desea caer en el embrollo de lo que pueda entenderse como justo.

Ella sabía lo que quería aquella noche. Ella fue libre al desear a Raph (diecisiete, espigado, tatuado salvo en el brazo derecho, chándal varias tallas mayor que la suya, cantante de trap en una banda del Instituto; malote de manual). Sabía qué podía ocurrir cuando Raph dijo que no tenía condones. Una ley ¿natural? impidió que su razón detuviera a aquel cuerpo encrespado y ardiente (al suyo, no al de Raph, que parecía una mera perforadora mecánica asintomática e insensible, funcionarial).

Sabe que aquello fue legal, consentido, igual de animal que de irracional. Pero suyo, de ella. Libre. Equivocado, quizá, pero propio.

Ahora, cuando la luz aún no ha vuelto, una fuerza interior le desborda. Se siente cómoda, invencible, protegida en esa penumbra de tinieblas y sonidos amortiguados.

De repente, todo se cubre de una luminosidad angustiosa. La calle se trufa del naranja de las farolas y del baile de rojo, ámbar y verde de los semáforos. Los neones de las tiendas recuperan su irritante pujanza.

Tamia sabe que, de nuevo, con luz, se abre ante ella el mundo de lo legal. El de las interrupciones, el de los procesos, el de las subvenciones, el que le sitúa en una casilla de salida, en el día antes de que su cuerpo venciera a su mente en el asiento trasero de un coche mal estacionado en el aparcamiento del centro comercial.

Pero esa ley, esa justicia, es insuficiente porque solo se enfoca en una persona… en ella.

Ahora piensa en otra ley. La del indefenso. Advierte que, en ocasiones, los postulados legales obvian su situación. Y cree que ello no es justo.

Confía en poder revertirlo. O, al menos, esforzarse para conseguirlo. Con lucha, con arrojo, con valentía, con sacrificio, con renuncias…

Sabe que, en este punto, ella no es la desprotegida, tiene unos preceptos que la amparan; pero concluye que la única regla que podría ayudar al más indefenso, es una ley natural que no se encuentra escrita en códigos, sino en sangre.

Cuando acude a la ventanilla a entregar los papeles, se percata de que, al firmarlos, los ha manchado de sangre.

La funcionaria los revisa. Niega con la cabeza. Le dirige una mirada que concluye en una pregunta previsible: «¿Estás segura?».

Pero Tamia ya no la escucha.

Su corazón bombea muy fuerte. Lleva una mano a su vientre.

No ha creído, nunca lo hizo. Pero, hoy, siente, en esa conexión que intuye entre su mano y su vientre, algo distinto. Se frustra al tratar de definirlo y, por ello, solo acierta a denominarlo fe (sin apellidos, pero fe).

Y cree que esto justo lo que necesita el más indefenso. Y, por extensión, ella también.