Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Yo no es que esté asustado pero la sensación es la misma que cuando lo estoy. Miedo, tengo miedo, cantaba mi esposa. Si en el firmamento poder yo tuviera, le respondía yo, en una batalla de coplas, como si fuera la versión viejoven de las batallas de gallos.

—Vuelve pronto —me decía—, que estoy aquí yo todo el día sola y tengo que echarme los bailes con la escoba.

La escoba es desgarbada y extravertida, hecha de maleza todavía verde, amarrada con un alambre, que a menudo descansaba oblicua en el recoveco de la escalera de la casa del pueblo. Cuántas veces me hubiera gustado tocarla, volar sobre su mango o echarme a dormir la siesta y pedirle que, para aliviar a Lola, hiciera ella las tareas de la casa, como si fuera Mickey Mouse en el aprendiz de brujo, pero su uso se limitaba a perseguir ratas, a abrir ventanucos altísimos y a espantar pájaros del sembrado.

Como sucede con los perros, que en ocasiones se parecen a sus dueños, la escoba se parece a Lola. Van juntas de un lado para otro; juntas aventan el olvido. De ninguna de las dos puedo decir que lo sepa todo. Siempre he tenido la sensación de que, aun en su complicidad, son distintas, misteriosas, superpuestas y que descifrarlas era misión, al menos, para una vida entera. A menudo las recuerdo exhaustas, vencidas por los años y los trabajos del hogar, con las manos oliendo a cebolla, un dedal enorme como un llanto y una telaraña pequeña que llevaban encima, cosida a las pajas o al delantal. Al terminar la jornada, se recostaban en la hamaca, junto a la chimenea. Se contaban sus cuitas, dirimían sus diferencias, la noche se encendía como una sorda hoguera.

A veces, cuando volvía de cuidar el ganado, me dejaban tumbar en el sofá. Mi cabeza recaía entre ellas, me rascaban detrás de las orejas, igual que hacían con el galgo. El palo de la escoba llegaba al centro de mi espalda, al punto exacto donde no alcanzaban los dedos. Me dormía mirando al techo. Los jamones que colgaban de las vigas de madera hacían las veces de estrellas. La casa era fresca y poníamos la matanza a orear en cualquier sitio. Yo soñaba con películas de John Wayne, mientras Lola iba encorvándose poco a poco, arrumbada por el sueño. La escoba, en cambio, permanecía erguida. Cualquiera diría que se crecía con la noche o que su cabeza estaba llena de pájaros. En la tele, bailaban Fred Astaire y Ginger Rogers.

Se separaron cuando Lola cayó en la sima del olvido. Perdía las llaves, se desorientaba. Principio de Alzheimer, nos aseguraron. Hace poco más de un mes, mi hija dijo que no podía ser, que ya no estábamos para estar solos. Nos trajo a su casa, a la ciudad, y nos dejamos la escoba abandonada en la cancela.

Ayer, cuando volví, a abrir la casa, a limpiar y a regar las plantas, me la encontré allí, firme como un ciprés, a la espera. La cogí sin pensarlo dos veces y la metí en el coche. Ocurrencias, me dicen algunos. Pero yo, terco, la preparé con mimo y la envolví en papel de regalo.

Lola cumple hoy 75. Es joven, ha ido todo muy rápido.

A media tarde, la he encontrado como siempre, junto a la ventana. Dejó por un instante de mirar al infinito para desenvolver con torpeza el paquete. Se quedó un buen rato sin decir nada, solo aporreó –como hacía a veces- la mesa con los nudillos de la mano. Balbució primero, y luego se arrancó: yo no quiero flores, dinero ni palmas. Quiero que me dejen llorar tus pesares … La cogí del brazo como encendida novia que hacia el altar camina y le respondí: y estar a tu vera, cariño del alma, bebiéndome el llanto de tus soleares.  

Con un ligero vaivén, me apartó y se apretó la escoba contra el pecho:

—Muchas gracias, señor. Que tenga buena tarde.