En el principio, cuando Dios creó los cielos y la tierra, reinaba el caos y no había nada en ella. El abismo estaba sumido en la oscuridad, y el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas.

En el principio no había nada. Ni la factoría, ni el Porsche que le esperaba en el solitario parking. Tampoco había acreedores, quitas o reestructuraciones. Al principio era la nada absoluta. Con las luces apagadas, sólo se filtraba por la ventana la luz de la farola en la penumbra del despacho. La noche había vuelto a caer, esta vez temía que para siempre.

Los empleados habían ido abandonando las instalaciones en un goteo incesante durante toda la tarde. Se preguntaba qué pasaría por las cabezas de aquellas diminutas figuras que se abrazaban entre lágrimas. Algunos habían echado los dientes en la factoría. Desde la ventana del despacho,observaba cómo todoslos recuerdos de una vida de trabajo cabían en esas pequeñas cajas de cartón. Porca miseria. Cada coche que abandonaba el parking era un alfiler más que se clavaba en su pecho como ritual de vudú.

En el principio no había nada, un pequeño taller a las afueras de aquella somnolienta capital de comarca. No había entrepreneurs, ni coach que los guiara hacia la gloria. Tampoco existían los fondos de capital riesgo. Sólo un joven con una mochila llena de sueños. Un joven de uñas negras tras horas infinitas en la vieja máquina. Nunca regresó al quinto sin ascensor a tiempo de un beso de buenas noches a Junior.

Las últimas en abandonar la factoría fueron las limpiadoras. Insistieron en realizar su trabajo por última vez. Pero él no tenía ninguna intención de entregar relucientes aquellas instalaciones. No iba a limpiar la factoría para que a renglón seguido los buitres se defecaran en ella. Miró el reloj de la pared. Las manecillas avanzaban sin piedad hacia el Día D, Hora H. A las nueve de la mañana atravesaría la puerta principal el administrador concursal con los inversores mexicanos. Le agradeció el ofrecimiento a las limpiadoras de la contrata, acompañándolas hasta la recepción. Deslizó un sobre a cada una. Cincuenta euros. Le hubiera gustado ofrecerles más, pero era lo último que le quedaba. La caja fuerte llevaba un año vacía.

Al principio era el caos. Ahora necesitaba sentir en la piel la soledad de aquel cíclope de máquinas rendidas al silencio. Volvió la vista a la ventana. En la lejanía se divisaban las luces tristes de la capital de comarca. Cuando alguien hablaba de la atmósfera opresiva de las capitales de provincia, él repetía que les faltaba por pisar una capital de comarca. Fuera comenzaba a caer el diluvio universal. Mientras encendía un puro habano, sintió alivio por los bomberos, tendrían menos trabajo esa noche. Saboreó el habano. Era de la colección especial, guardado bajo llave en el tercer cajón. Los reservaba para las firmas con los rusos, o las ventas a los saudíes. Puros para victorias, un convencionalismo más. El de aquella noche lo estaba saboreando como nunca jamás.

Se limpió la ceniza que había caído sobre la solapa del traje, con miedo a que cayera sobre la moqueta empapada. Le quedaba aún como un guante. Tenía algunos años, fue de los últimos trabajos de aquel sastre en Serrano. Su ex aún se encargaba de todo por entonces. Era una buena mujer. No debió olvidarlo antes de seguir el perfume a fruta prohibida de aquella secretaria.

Al principio no había nada. Un torno de segunda mano en una pequeña nave del viejo polígono. Fue después cuando llegaron las máquinas, la tecnología alemana. La inauguración no fue un sueño.  Ahí sobre la pared seguía la foto descolorida con el presidente autonómico y el obispo. El empresario de éxito llamado a cambiar el rumbo de la provincia, rezaba la portada del periódico local. No era lo importante. Le fascinaba aquel perfecto engranaje de máquinas y trabajadores al unísono. Y vio que el funcionamiento armonioso del conjunto era bueno. Él no sabía de números, de préstamos sindicados o acreedores. Lo suyo era producir, más y mejor.

Al principio todo era él. Sólo muchos años después aparecerían por la puerta los niños de Madrid, con la prosa anémica de sus Powerpoints y sus caras hepáticas. Consultores o consultados, según la hora del día. Greed is good, le susurraban al oído. Lo habían aprendido en una de esas escuelas de negocios del Medio Oeste. Pero él apenas entendía el inglés, lo justo para pedir un café americano en el hotel de turno. Fueron aquellos niños rata los que le revelaron el secreto del éxito. Aún resonaba aquella noche en sus oídos la partitura del Powerpoint.  Apalancamiento, nupcias con un socio financiero, caballeros blancos. Greed is good, buen hombre.

Al principio era el silencio. Luego vinieron las risas de Junior al nacer. Tuvo dos hijos. Junior y aquella factoría. Al primero ya lo perdió hace años, y ahora llegaba el turno de despedirse del segundo. Los hijos no tienen misterio. Es cuestión de dedicarles todo tu tiempo. Pero si todo se lo ofrendó a la fábrica, ¿cómo podía haber evitado fracasar con Junior? Le hubiera gustado que tomara las riendas. Demasiado tarde, demasiados años sin hablarse. Ya sólo se sentía feliz rodeado de la belleza de sus magnolias, que se habían transformado de hobby en devoción. Sólo aquellas flores mimosas de su vergel lo entendían.

Al principio era la oscuridad. Se acercaba la hora. Abandonó el despacho y se encaminó hacia el pasillo noble, apenas iluminado por el tenue reflejo de las farolas del exterior. ¿Qué iban a hacer ya contra él si el cáncer le ajusticiaría más veloz que el juez? Se empapó los zapatos inmaculados mientras terminaba de derramar sobre el suelo los últimos bidones. La gasolina ya corría como reguero por las escaleras hasta la planta inferior. Pronto se haría la luz. Tomó la perilla casi consumida del cigarro habano y la arrojó al suelo. Sonrió sin mirar atrás. Al final, sólo queda el principio.