La subida del nivel general de precios, como fenómeno monetario que es, tiene su origen en una emisión de moneda por parte de los bancos centrales que distorsiona el equilibro entre la oferta y la demanda en el mercado del dinero. Como este incremento del dinero en circulación no tiene detrás una demanda que lo respalde, ese exceso de oferta hace que su valor disminuya y que cada vez necesitemos más unidades monetarias para mantener el mismo poder adquisitivo. A priori, la cura de esta enfermedad silenciosa, capaz de ahogar a la más sólida de las economías, resulta sencilla: el antídoto contra este mal endémico no es otro que el control por parte de los gobernantes de sus pulsiones de gastar lo que no tienen, pero es bien sabido que no caerá esa breva.

Cuando la inflación llama a nuestras puertas ya es demasiado tarde y, como si el cuento no fuese con ellos, los responsables hacen un Pilato y se lavan las manos. La actitud es como la de aquel paciente que de repente tiene colesterol —o inflación— y se lo achaca a la genética —o al malvado turbocapitalismo neoliberal— en lugar de analizar sus hábitos consistentes en una mala alimentación, falta de ejercicio y consumo excesivo de alcohol y tabaco —o en la interferencia sistemática de la economía. La ceguera para detectar políticas inflacionistas es el atributo por antonomasia del político derrochador que busca contentar a la masa con pan y circo, pero, por desgracia, esa miopía se extiende a otras áreas donde las consecuencias de la interferencia de la política son, si cabe, todavía más imperceptibles y dañinas. Como escribía el argentino Marco Aurelio Risolía: «Igual que en el campo de la economía, en el terreno jurídico la inflación de la ley reduce su valor». En efecto, del mismo modo que el exceso de dinero en circulación tiene consecuencias negativas para la economía, la hipertrofia de la legislación hace lo propio en el ámbito jurídico.

Así como sabemos que la inflación en agosto en España se situó en un 10,5%, es necesario, antes que nada, conocer las dimensiones del monstruo que hemos venido engendrando desde el inicio de la democracia. Según los datos de la Agencia Estatal Boletín Oficial del Estado, en 2021 se aprobaron en España 851 nuevas normas estatales, acumulando un total de 37.500 desde el año 1977. Por su parte, las normas con rango de ley aprobadas por las Comunidades Autónomas en 2021 ascendieron a 348, sumando un total de 934.229 páginas publicadas en los respectivos Boletines Oficiales de las Comunidades Autónomas. Pero ahí no queda la cosa, pues no debemos olvidarnos de la Unión Europea, la gran mole jurídica que acumula un total de 46.263 normas vigentes.

Cabe preguntarse en qué momento y por qué la producción normativa ha alcanzado tales dimensiones llegando a desnaturalizar su función principal. Considero que son múltiples las causas, pero la confusión entre Derecho y ley —o ley y legislación, dependiendo de cómo traduzcamos algunos términos procedentes del inglés—, unida a la influencia predominante del positivismo jurídico en un escenario donde el Estado cada vez asume más competencias configuran la atmósfera perfecta.

No se puede negar que la falacia del racionalismo constructivista —así es como se refería Hayek— es la corriente que hoy en día lo impregna todo con su idea de que el hombre ha creado su propia cultura y sus propias instituciones, lo que conduce inevitablemente en el campo de lo jurídico a la irreal y ficticia premisa de que toda ley es producto de la voluntad de alguien. Sin embargo, el Derecho no es creado, sino hallado. Como institución social que es, ha surgido después de un largo y lento proceso de ensayo y error, y no ha sido creado por una mente humana concreta, sino que ha sido fruto de una evolución, de un proceso impersonal. De esta manera, el Derecho lo conformarían aquellas reglas de conducta abstractas y generales que no se refieren a personas, momentos o lugares determinados, esto es, que no persiguen un fin particular o el logro de un resultado concreto, sino que tienen vocación de generalidad, como podrían ser el Derecho Civil o el Derecho Penal. Con casi 100.000 normas vigentes, parece evidente que aquello de diferenciar entre verdaderas normas jurídicas y todas las demás órdenes promulgadas en forma de leyes ha ido perdiendo fuelle en detrimento de la concepción de que la creación del derecho debe ser la principal función de los cuerpos legislativos, circunstancia que conduce inexorablemente a su deformación. De hecho, hemos llegado al punto de que a la hora de evaluar la gestión de un gobierno se valora positivamente que haya aprobado el mayor número de leyes posibles, pues de lo contrario se entendería que no ha hecho nada. ¡Pero con lo bien que estarían sin hacer nada!

Tampoco podemos olvidar el impacto que el engrandecimiento del Estado y su afán regulador tienen sobre este fenómeno. En la medida en la que los ámbitos de influencia cada vez son más amplios y la intensidad de la intervención mayor, se necesitan promulgar más normas destinadas a la organización, planificación y control —normas que, insisto, no son Derecho. No obstante, debemos tener presente que una ley que contenga mandatos específicos, una orden denominada ley sólo porque emana del Parlamento, es el principal instrumento de opresión y puede constituir la pequeña brecha imperceptible por la que en su momento la libertad puede escaparse. No hace falta irse muy lejos para comprobar la veracidad de esta afirmación, dado que los dos años de pandemia nos brindan el ejemplo perfecto.

Me pregunto qué pensaría F. A. Hayek si se despertase en hoy, 27 de septiembre de 2022 en nuestro país, España, con legislaciones zigzagueantes que hacen que la seguridad jurídica brille por su ausencia y con una clase política que tiene como misión asfixiar la libertad al considerar que el poder legislativo —o el ejecutivo a través de la tan socorrida figura del Decreto-Ley— está llamado a cubrir todos los recovecos de la vida privada de las personas con normas y reglamentaciones de todo tipo. El ordenamiento jurídico español posee de por sí una elevada densidad y complejidad, a la que hay que sumarle el problema que trae aparejada la superposición de las normas a nivel europeo, nacional, autonómico y local.

En definitiva, la maraña jurídica que transitan los ciudadanos y las empresas, fruto de una actividad legislativa tomada a la ligera —con escasa calidad técnica en ocasiones—, lejos de facilitarles la previsión de las consecuencias de sus acciones y ayudarles a establecer planes con confianza, se erigen como un obstáculo infranqueable donde las cargas administrativas y los trámites burocráticos son la normalidad y no la excepción.

Los ciudadanos, como ocurre con el dinero, no están demandando más normas, pero los parlamentos, como los bancos centrales, se desviven por ofrecerlas. En un caso, el ciudadano lo paga en forma de pérdida de poder adquisitivo y en el otro caso, también lo paga, pero en forma de pérdida de libertad y seguridad jurídica. Desde luego, como suele ocurrir, más no es mejor.