Las elecciones en Perú han tenido un vaivén de sucesos que indican que el proceso terminará dramáticamente. Pocas veces se han visto unos comicios cuya segunda vuelta tenga un margen de diferencia tan apretado. Hasta el momento de publicarse este artículo, semanas después de la votación, Pedro Castillo habría ganado la presidencia del Perú, al imponerse a Keiko Fujimori.

Sí, porque pese a que el conteo ha terminado, hay recursos pendientes de resolver por el Jurado Nacional de Elecciones. Las alegaciones de fraude son cada vez mayores, la opacidad en el proceso es una realidad, las dudas que se ciernen sobre él abundan: acusaciones de niños votantes, muertos empadronados que también sufragaron, actas con inconsistencias, por mencionar unos ejemplos. Es decir, la tensión es creciente en medio de esta vorágine.

Está claro que los comicios se efectuaron en complejas circunstancias: además de la pandemia, el país venía de una creciente inestabilidad política desencadenada por escándalos de corrupción de las más altas esferas, por lo que en los últimos años se han sustituido a varios inquilinos de la Casa de Pizarro. El vaivén de mandatarios es la muestra del desencanto de la población con las vetustas organizaciones políticas, encabezadas por dirigentes que no responden a sus aspiraciones e inquietudes; prueba de ello fue el inusitado número de 18 candidatos que se presentaron para terciar en estas elecciones, lo cual, evidentemente, empobreció de manera notoria el nivel de debate de las propuestas que debían exponerse al país.

Pedro Castillo, un outsider al uso

Entre otros, estos factores han sido el caldo de cultivo propicio para que ascienda una figura como Pedro Castillo. Desconocido hasta hace poco, ajeno a los partidos tradicionales, el potencial presidente ha sabido manejar con habilidad su imagen de un humilde maestro de escuela rural, para que el ciudadano hastiado de todos los escándalos, y de un manejo estatal que raya en la incompetencia y la indolencia, se decante por elegirlo.

Pero no todo lo que brilla es oro, como dice el refrán. Este marco, en el que un outsider con discurso novedoso apareció en escena, es bastante parecido a lo que ocurrió en Venezuela, con Chávez; Ecuador, con Correa; Bolivia, con Morales. El resultado de elegirlos, y con ello, haber transformado a estos países en malogrados laboratorios de caducas ideologías está a la vista: países sumidos en la corrupción, gobiernos que despilfarraron recursos a manos llenas, deudas públicas que se tornaron impagables al terminarse el boom de las commodities ―salvo el caso boliviano, que en ese período mostró un mejor desempeño de su economía―, democracias que fueron destruidas o seriamente deterioradas, valiéndose, precisamente, de formas democráticas, para transformarlas en autocracias, sin contar con las constituciones redactadas a la medida del caudillo.

Así, Castillo podría llegar al poder con una serie de reivindicaciones que más suenan a revancha y lucha de clases, propias del marxismo de viejo cuño, y no a la justicia social y oportunidades para todos, que él ha sostenido. Y esas invocaciones son los motivos que encienden las alarmas y provocan serias dudas sobre el futuro peruano y regional.

Predecible e impredecible

Habrá todo tipo de explicaciones para entender el fenómeno Castillo. Pero es pertinente considerar que un escenario como el actual se podía configurar, aunque sin certezas sobre sus alcances. Era predecible e impredecible a la vez, aunque suene contradictorio.

Predecible, por una parte, porque la desconexión mostrada por los partidos políticos tradicionales con las expectativas de la gente, no han hecho más que acrecentar el descontento y la indignación, ante la impavidez de una clase dirigente que nunca se conectó con sus necesidades, y consecuentemente, no la representó. Aquellas carencias del Perú profundo, Castillo las puso sobre la mesa, les dio visibilidad, y, con buenas dosis de habilidad, las volvió un potente mensaje que caló en el electorado indeciso y sediento de nuevas caras e ideas.

Y también, factor muy importante en estos comicios, fue el pasado judicial de Keiko Fujimori y los procesos que se podrían continuar sustanciando en su contra, lo que amplificó la imagen de Castillo. El lastre de los años de fujimorismo ―con el mismísimo Alberto Fujimori purgando una pena en prisión―, sin duda, han sido un fuerte componente de rechazo que aprovechó el -todavía- candidato izquierdista. Con un sistema que llegó a ese nivel de degradación, que se suscitaran fenómenos como el actual era, por decir lo menos, cuestión de tiempo.

Esta elección se tornó, por otra parte, impredecible, porque participaron, como se ha dicho, 18 candidatos ―desde un expresidente de la República hasta un ex arquero de la selección peruana de fútbol―, por lo que el voto se dispersó notoriamente y cualquiera de los aspirantes podían experimentar un repunte final en su votación y acceder al balotaje con una votación baja, con una legitimidad minada, por cierto.

Impredecible, también, porque el profesor Castillo, en sus intervenciones públicas previas al día de los sufragios, no mostró sólidos conocimientos sobre asuntos elementales para el manejo de la cosa pública, ni ideas claras respecto a sus planes de gobierno. No ha logrado desmarcarse del discurso del socialismo del Siglo XXI que ha influenciado claramente su mensaje. Exhibió serias carencias, un discurso con ambages, oscuro, además de que no brindaba ninguna certeza en sus explicaciones sobre cómo podría cumplir con sus propuestas. Y, no faltaba más, impredecible, porque como se ha dicho, el profesor, hasta hace meses, no estaba el radar.

Lecciones claras. ¿Se entenderán?

Hasta la fecha de la posesión presidencial, quedarán días y semanas de mucha incertidumbre y de una creciente agitación social. En caso de que el fenómeno Castillo resultase ganador, el tiempo que reste hasta su potencial ejercicio del poder será esclarecedor para conocer el rumbo que tomará: si moderará su discurso y entenderá que el radicalismo no es buen consejero para manejar un país golpeado; o si, por el contrario, ratifica los temores que se han fundado respecto a su gestión y su manera de concebir el paternalismo estatal y la añeja y novel doctrina socialista como piedra angular de su posible mandato.

Por otra parte, la lección para el resto del quehacer político peruano, y de sus vecinos, acaso, queda bastante clara: si no reaccionan, se depuran, y si no dejan de ver al Estado como un mecanismo de corrupción e incompetencia, cualquier aspirante a caudillo, apetente de poder, pateará el tablero, usará la democracia para destruirla desde dentro y se atornillará en el sillón presidencial.

Mientras tanto, Zavalita se seguirá preguntando, “¿En qué momento se jodió el Perú?”