Edmundo Bal, portavoz de Ciudadanos

Los ataques de los radicales a un acto de precampaña de Vox en Vallecas, el pasado miércoles, vuelven a dejar en evidencia algo que nadie dudaba –ni siquiera quienes lo justificaron. A saber: la batasunización de la izquierda española.

Aquel fenómeno propio de las provincias vascas, por el que se fue estrechando un asfixiante cerco sobre quienes osaban disentir del separatismo excluyente –valga la redundancia– y la revolución de la izquierda abertzale, se circunscribía fundamentalmente a aquel territorio hasta la irrupción de Podemos en el panorama político nacional.

Por ser honesto, no diré que la izquierda previa a Podemos no fuese, en su esencia, violenta. Porque lo era, por méritos propios y obcecada y particular voluntad. El mérito que sí se le puede atribuir a los de Iglesias es haberla extendido y perfeccionado y haberla convertido en prácticamente su único vehículo de acción política, si es que la violencia pudiese ser considerada como tal.

En cualquier caso, el modelo batasuno ha sido exportado al resto de España. El sistema es sencillo: unos tipos, que consideran que todo lo que no sea su visión totalitaria ha de ser aniquilado, amedrentan con amenazas, coacciones y golpes –según las circunstancias aconsejen– a todos aquellos que propongan un proyecto alternativo. Cuanto más disten las ideas, más se incrementa la violencia. Sin más.

Esta pesadilla, de la que los vascos creen haberse liberado (cuando lo cierto es que su sociedad ha acabado acercándose tanto a los postulados batasunos que, simplemente, la violencia ha mutado su forma, porque ya es innecesario el derramamiento de sangre), no podría nunca haber arraigado en una sociedad sin un elemento clave: la suspicacia cómplice; la justificación tácita.

Son las tres palabras que volcaban sobre los cadáveres calientes el primer puñado de tierra. “Algo habrá hecho”, mascullaban quienes, con más miedo que vergüenza, pensaban que así alejaban sus nucas de los objetivos. Y llegado el momento de votar, optaban por quienes han recolectado el fruto del nogal.

Señoritos de la Gran Vía de Bilbao a los que no les gustaba del todo eso que pasaba, pero que preferían mantener una distancia exquisitamente moderada e indiscutiblemente centrada. Hombres de honradas costumbres, a los que les parecía feo aquello de las pintadas en los domicilios, los escaparates reventados o las bombas lapa, pero que tampoco entendían que hubiese obstinados enrocados en la mala decisión de no pagar el impuesto revolucionario a ETA o de defender el Estado de Derecho en las provincias vascongadas. “Qué manía con provocar”, decían en sus tertulias de café, con su ejemplar de El Pueblo Vasco bajo el brazo. “¿Qué necesidad tendrá?”

Por cada uno de aquellos que buscaba su salvación en su calculada equidistancia, el PNV ganaba enteros.

Ese, y no otro, es el efecto de la batasunización de la izquierda española: el de la peneuvización de distintos sectores del centro derecha nacional. Ese ha sido el discurso esta semana en muchas tertulias televisivas de cadenas pretendidamente neutrales y honorables; idéntica actitud la de editoriales y opinadores siempre templados y contenidos; los comentarios de tertulia de esos ciudadanos esnob que dan lecciones de prudencia y sensatez.

“Si es que eso es provocar”, lamentaban, moviendo la cabeza a ambos lados, tan fatuos como cobardes, los contertulios centristas. “¿Para qué han ido a Vallecas los de Vox?”, se preguntaban en sus altavoces mediáticos.

No es difícil acertarlo, señores. Incluso yo puedo responderles su pregunta: para que toda España no se convierta en el País Vasco. Para que no acabemos normalizando que la izquierda radical puede campar a sus anchas, y decidir quién, cuándo y dónde puede hablar. Si es que puede hacerlo. Para convencer a todos los señoritos de los casinos de España –y a su versión actualizada, revestida de azul y naranja– de que las ideas y las propuestas de la derecha se merecen respirar más allá de los barrios céntricos y residenciales de nuestras capitales. Para que se rompa el techo de cristal que la progresía ha impuesto sobre nuestras cabezas.

Para que en toda España la libertad no sea el papel mojado al que la han reducido en el País Vasco o en Cataluña. Para que también los timoratos y los acomplejados que justifican el terror con su suspicacia cómplice, puedan, el día que quieran, opinar en libertad.

*Publicado por el autor originalmente en Actuall.