17 de marzo de 2018. Día de San Patricio. La selección española de rugby copaba las portadas de la prensa deportiva y aparecía en todos los medios generalistas. Jaime Nava, su entonces capitán, concedía entrevistas a televisiones y radios. El XV del León acababan de aplastar a Alemania en el Central de la Ciudad Universitaria y la clasificación para la Copa del Mundo de Rugby se daba por hecha.

Los de Santiago Santos ya conocían su futuro: en una semana serían Europa 2, por detrás de la intratable Georgia, y quedarían encuadrados en el grupo A, junto a Irlanda, Escocia, Japón y otra selección aún por clasificar. También su calendario: debutarían contra la anfitriona en el Tokyo Stadium de la capital nipona. Inaugurarían el Mundial ante la mirada de cientos de millones de espectadores de todo el planeta. Mejor forma de volver al primer nivel del rugby internacional, imposible.

Faltaba un trámite. Un viaje a Bruselas. Un partido de rugby. Sin embargo, siete días después de la victoria frente a los alemanes, aquello que parecía formalidad acabó pesadilla. Uno de los episodios más surrealistas de nuestro deporte en los últimos años. Bélgica, un equipo menor sin nada en juego, derrotaba a España en el Petit Heysel, en un partido con todo lo que el rugby esquiva de forma natural: polémica, protagonismo arbitral, insultos y agresiones. Sanciones de meses para algunos jugadores. “El rugby pierde más que nosotros”, llegó a declarar Alfonso Feijoo, presidente de la Federación Española.

Desde ahí, una previsible repesca contra Portugal, Samoa y, probablemente, Canadá. Más adelante, siquiera una segunda oportunidad. Los despachos, vistos en un primer momento como esperanza –World Rugby llegó a plantearse la repetición del partido–, negaban a España el plan B. Poco importaron la más que dudosa actuación de los colegiados o el hecho de que los tres fuesen de nacionalidad rumana, como el presidente de la Federación Europea –una victoria belga era la única opción de Rumanía para lograr su pase a Japón–, cuando en rugby los árbitros, jueces de línea y de vídeo nunca comparten pasaporte. Todo quedó opacado por varias alineaciones indebidas que salomónicamente excluyeron a España y Rumanía. Ninguna sería Europa 2.

Mañana a las 12.45 del mediodía hora peninsular española, Japón y Rusia inaugurarán la octava Copa del Mundo de Rugby al enfrentarse en el primero de los 48 partidos que se disputarán hasta el 2 de noviembre. El tercer evento deportivo más seguido del mundo será mucho más que la previa perfecta para los Juegos de Tokio 2020 para las 12 sedes repartidas por el archipiélago y los 13 000 voluntarios que esperan acoger a más de 600 000 aficionados internacionales, provenientes principalmente de Reino Unido, Irlanda, Francia, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica.

Favoritos

“Hay muchos indicadores que señalan que ésta será la Copa del Mundo más competitiva que vamos a ver”, afirmaba recientemente Brett Gosper, máximo mandatario de World Rugby. Es posible. La lógica, contrariamente, presume difícil que la lista de candidatos al título difiera del palmarés histórico de campeones. Los All Blacks, vencedores en tres de las ocho ediciones, incluidas las dos últimas, serán el rival a batir.

De entre las otras 19 selecciones, además de los vigentes campeones, los cada día más en forma Springbocks y la fortísima Inglaterra están llamadas a competir la Copa Web Ellis con más galones que el resto.

Contra la lógica, los números. Irlanda, primera del ranking mundial, con el mejor jugador (Johnny Sexton) en sus filas y dirigida por el mejor entrenador (Joe Schmidt), según World Rugby, tendrá que luchar contra la historia y superar por primera vez los cuartos para merecer el papel de favoritos que muchos le dan.

El tiempo dirá. De poco sirve predecir lo que en 43 días sabremos. Es posible que estemos a las puertas de la última Copa del Mundo sin España. Lo seguro es que será la primera sin McCaw y Carter. Acaba el verano. Empieza el Rugby.

*Publicado originalmente en Libertad Digital.