A comienzos del siglo XXI, Bolivia se perfilaba como la potencia gasífera regional. Pero la energía no era nuestra única oportunidad de desarrollo. Veamos.
El 4 de diciembre de 1991, el presidente de Estados Unidos, George Bush, expidió el Andean Trade Preference Act (ATPA, Ley de Preferencias Arancelarias Andinas), el componente comercial del programa de la Guerra contra las Drogas de aquel país. La Ley se hizo efectiva a partir de julio de 1992. Colombia y Bolivia fueron elegidas para ser beneficiarias del ATPA. Unos meses después Ecuador y Perú también serían incluidos en la lista.
El ATPA tenía como objetivo estimular las relaciones comerciales entre Estados Unidos y los países andinos para que estos salgan del circuito del narcotráfico.
Si consideramos que Estados Unidos es uno de los mayores compradores del mundo, estábamos hablando de una gran oportunidad para que las PYMES bolivianas diversifiquen sus productos y hagan crecer sus finanzas. De hecho, en 2006, el último año que el país formó parte del programa, los productores de textiles llegaron a vender un poco más de 30 millones de dólares. Según estimaciones del IBCE, las exportaciones de productos bolivianos a EEUU beneficiadas por el ATPDEA generaban por lo menos 40.000 empleos directos e indirectos. En resumen, los gobiernos «neoliberales» ―que tanto condenan los del Foro de Sao Paulo― tenían una política internacional enfocada al comercio, la paz y el desarrollo económico.
No obstante, con el derrocamiento del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, además el asalto al poder de Evo Morales y sus secuaces, las relaciones internacionales bolivianas tomaron un peligroso rumbo antioccidental.
Al poco tiempo de su llegada la presidencia de Bolivia, Morales rompió relaciones con Israel y los Estados Unidos. Sin embargo, seamos claros en algo, un personaje tan poco culto como Evo, que hasta desconoce el uso del hilo dental, era incapaz de entender los elementos más básicos de economía o diplomacia internacional. La ruptura de las relaciones diplomáticas con las naciones arriba mencionadas fueron ordenadas desde La Habana, que desde los 90 es el nuevo cuartel general del crimen transnacional. Además, Fidel Castro también hizo que su delfín boliviano se ponga al servicio de la teocracia iraní. Acuerdos diplomáticos con condiciones muy extrañas para un personaje que dice luchar contra todas las imposiciones culturales y religiosas.
José Brechner, diplomático boliviano y experto en radicalismo islámico, en un artículo titulado, Progresa la incursión iraní en Latinoamérica, menciona lo siguiente:
«No hay que dejarse burlar por el cariño iraní hacia Sudamérica. Su verdadera meta es la conversión de las poblaciones autóctonas al Islam. Su apoyo político y económico es un disfraz para imponer su convicción religiosa, como está haciendo en la Ciudad de El Alto, colindante con La Paz, donde obligan a las enfermeras bolivianas a usar el atuendo islámico, en un diminuto y mediocre hospital que donó».
Parece que la frase: «Nosotros de pie, nunca de rodillas», que repiten los indigenistas bolivianos, no aplica en el caso del sometimiento a los ayatolas.
Musulmanes y socialistas no tienen nada en común, unos oran cinco veces al día, los otros se dividen entre ateos y amantes de la Pachamama. Los une, eso sí, un odio descomunal a la cultura occidental. En este caso aplica la frase «el enemigo de mi enemigo es mi amigo».
Por eso, no debería extrañarnos que el régimen de Teherán haya puesto sus ojos en el uranio boliviano. En 2010, luego de varias reuniones entre Ali Akbar Mehravian y Viviana Caro, Bolivia eligió a Irán para explotar el litio del Salar de Uyuni, próximo a los yacimientos de uranio de Los Frailes.
Si consideramos que la explotación de uranio usa enormes cantidades de agua y genera una ingente cantidad de residuos tóxicos, ¿no es un pésimo plan contaminar ríos y lagos bolivianos tan solo para mostrarle tu enojo al malvado imperio yanqui? Sí, lo es. Pero a gente como Morales, Castro o Chávez no hay que pedirles coherencia. No son políticos, son hampones.