Se han cumplido 32 años del derribo del Muro de Berlín. Algún tiempo ya. Quedan para la posteridad las imágenes de aquel 9 de noviembre de 1989, cuando, a golpe de martillo, —irónicamente, uno de los símbolos inequívocos de la opresión del régimen comunista—, esa barda ignominiosa fue derribada por los irrefrenables deseos de libertad y prosperidad.
Y es que, como bien lo dijo alguien, el régimen comunista perdió y demostró lo que realmente fue desde el momento en el que tuvo que levantar ese muro para evitar que la gente siguiera huyendo hacia occidente, lugar en el que, pese a los excesos y errores del sistema capitalista, podía gozar de todo lo que estaba siendo cercenado en el lado oriental, y que posteriormente, se extinguiría casi en su totalidad.
Pues bien. Rememorar esos 32 años no implica, en lo absoluto, suspirar por sucesos y tiempos pasados, como lo hace la vocación autoritaria. Al contrario, y es ahí en donde radica la diferencia con líneas dogmáticas como la del hoz y martillo, así como sus versiones edulcoradas: es un ejercicio de comprensión del mundo de hoy. Pero también lo es para asumir responsabilidades, corregir errores y, por otra parte, desmitificar a la idolatría de barro que, a través de reinterpretaciones y nuevos relatos, permea cuanta esfera de la vida sea necesaria y se instala como novísima teoría para la solución de los problemas contemporáneos.
Sí. Asumir y corregir. Hacerse cargo. La claridad de Fukuyama para determinar que la democracia liberal había triunfado definitivamente en la humanidad, derrotando al comunismo, en su momento fue incontrastable. La Guerra Fría terminó, el régimen rojo se vino abajo, y los vientos de libertad soplaron en el mundo.
No obstante, aquélla no se trató de una victoria definitiva. O al menos, el mensaje que en ese momento se transmitió, no tuvo la interpretación correcta. En realidad, un régimen tolerante y respetuoso del individuo y sus derechos, que limite al poder, que genere las condiciones propicias para que cada persona trabaje, prospere, y fruto de esa merecida superación, ayude a su prójimo a progresar, es una construcción periódica y constante. Una democracia liberal es una práctica que se debe plasmar a diario.
El ejercicio del poder, sea cual fuere el signo del gobernante de turno, siempre tiende a excederse y a lesionar derechos y libertades, lo cual implica, necesariamente, que, para una correcta interdicción de la arbitrariedad, se requerirán siempre de instituciones sólidas y confiables. Esas características, son, precisamente, la antítesis de la doctrina que levantó el muro.
Se ha estudiado y demostrado, sin desconocer las correcciones que se deben realizar y las fallas que el sistema tiene, que un modelo cuya base es la libertad económica y política es el que ha permitido obtener el bienestar y el progreso que sistemas opresores, como el que se derrumbó con el muro, mutilan. Sin embargo, en la actualidad, mediante convenientes matices y el empobrecimiento del debate público, el resurgimiento de doctrinas y regímenes liberticidas, hábilmente barnizados de buenismo, se desconoce, oculta o justifica aquello que pasó tras el Telón de Acero, minimiza la implosión del sistema de la hoz y el martillo, o sencillamente, lo reinventa y reinterpreta.
De hecho, resulta más notorio que por estos días se haya conmemorado otro año de la muerte del tirano Fidel Castro, y se le dediquen toda clase de panegíricos al epítome de los ídolos de barro, aquel que sumió a Cuba al régimen dictatorial que padece desde hace décadas; y que, por el contrario, el derribo del Muro apenas haya producido reacciones y pocas menciones en Iberoamérica.
Claro está que más allá de los defectos que tiene el modelo que prevaleció tras la caída del Muro de Berlín, el ascenso de aquellas reivindicaciones que alientan el resurgimiento de tendencias fuertemente colectivistas es fruto del inconformismo, de las deficientes administraciones, de prácticas de corrupción generalizadas, de un paulatino debilitamiento de la institucionalidad democrática, de negligentes manejos económicos de gobiernos que, en realidad, practicaron lo que se le conoce como un capitalismo de amigos.
Esos errores pasados y presentes no deben implicar, bajo ningún concepto, que se renuncie al ejercicio responsable de la libertad. Por ello es que se deben hacer las enmiendas necesarias. Ésa es la razón fundamental para no rehuir al debate. Ésa es la piedra angular para argumentar y explicar, más y mejor, cómo un sistema de libertades, que se plasma en una democracia, ha sido el que de mejor manera ha generado el progreso y el mejoramiento de vida de las sociedades.
Es el punto de partida para poner en entredicho clichés que se han posicionado durante algún tiempo, como la gratuidad de los servicios o el Estado de bienestar: basta con comprender y exponer con claridad que el Estado no tiene derechos, sino facultades, obligaciones y prohibiciones; que quien genera riqueza, producto de su trabajo, es el ciudadano; y que la provisión de cualquier bien o servicio siempre tiene un costo que alguien más paga, pese a que no sea el beneficiario directo: es el individuo quien, por medio de impuestos o contribuciones, financia una política social. Y eso, solamente, podrá hacerlo, si existe un sistema económico lo suficientemente claro, abierto, certero y amigable, para que cualquier persona tenga garantizada su libertad de emprender, trabajar, elegir, y de esa manera, ejerza su libertad de colaborar y cooperar con su prójimo. Eso es lo que autores denominan la dimensión social de la libertad.
Visto lo visto, son 32 años que no han pasado en vano, y que han sido negligente o manifiestamente olvidados. La caída del muro es un suceso que tiene muchos significados y lecturas. Una de las principales es que implicó el derrumbe de la ideología como dogma y como base para la fe del carbonero; es señal de que, pese a cualquier intento, la libertad no es susceptible de incautación, y que por altas que sean las bardas que se levanten para encajonarla, siempre caen. Pero también es un llamado a su ejercicio responsable, a su cuidado y defensa.