El enamoramiento no es inmediato, suele requerir tiempo, aunque es conveniente que, cuando esto suceda, no estemos ya demasiado lejos. Tenía entre las manos hace unos días Inspiración para leer, un libro que es una hipoteca. Sus referencias literarias —culturales, en realidad—, han colapsado mi ya copada lista de títulos pendientes. Leer a José Antonio Montano es un peligro que nunca habría querido perderme.

Pero no sólo de libros vive el hombre. En una de las últimas columnas que componen el libro, nos habla de un viaje, que es lo que vengo a contar aquí. Viaja a Brasil y, cuando llega a Río, la primera visión de la ciudad le decepciona un poco, no llega a digerirla. Es después, viajando por el país, cuando se enamora verdaderamente de la ciudad. «El enamoramiento de verdad, el flechazo, ocurrió al cabo de una semana y a quinientos kilómetros».

A mí me ocurrió con Roma, mi primera capital europea. Llegué un viernes por la tarde a una ciudad ya a oscuras y salí a pasear sin saber muy bien dónde estaba. De pronto, al girar una esquina, me topé con el Vaticano. Aquella visión me conmocionó, me cautivó de tal modo que, en los días que siguieron, no pude procesar nada más. Para mí sólo existía el Vaticano. No sé si fue la forma en que me encontré con tan imponente mole de mármol, pero me pasé los dos días siguientes haciéndome la misma pregunta: qué es esto. No, no entré en grandes disquisiciones sobre la tradición, la belleza o la grandeza, a mí sólo me salía decir: qué es esto. La cúpula de San Pedro emborronaba el resto de la ciudad, sólo pude apreciar algunos detalles de Roma después, cuando ya había vuelto a casa.

Afortunadamente, Roma está algo más cerca que Río y eso me ha permitido volver alguna que otra vez, pero nunca como ahora. Ahora lo hago mientras leo Roma desordenada, un libro que nos permite ver más allá de todos esos San Pedros que contiene la ciudad. En él, Juan Claudio de Ramón, diplomático español en la ciudad durante varios años, nos susurra los secretos que no están al alcance del turista. Recorreremos esta ciudad comentando esas claves en voz queda, como la guía turística que baja la voz cuando se aproxima un grupo de curiosos. De alguna manera, nos concede la ilusión de pasear por sus calles como un habitante más de la ciudad, porque, como señala Ignacio Peyró en el prólogo, este no es un libro de viajes, sino de paseos. Un libro hecho a base de «caminatas de sábado por la mañana». Con él, empezamos a intuir la ciudad que hay detrás de los grandes monumentos, la que creímos ver y no vimos. Vislumbramos los detalles de una ciudad difuminada por su propia grandeza.

«El privilegio del viajero es ver por vez primera», comienza diciendo Juan Claudio de Ramón, pero con este libro nos concede un extraño privilegio a quienes revisitamos la ciudad: ver Roma por vez primera una segunda vez. Tras su lectura, volver a la ciudad es cuestión de tiempo, por lo que me sumo a la advertencia que hace Peyró en el prólogo: «Hay que tener muy poca alma para avanzar por estas páginas sin mirar de reojo cómo van los precios de los vuelos a Fiumicino». Yo he tenido la suerte de hacerlo con uno en el bolsillo.

Así pues, con Juan Claudio en la mochila —la era de la maleta de cabina ha terminado—, vuelo a esa Roma que es la misma, pero es otra: ahora está desordenada.