Cuando Federico García Lorca regresó de su viaje de un año por Norteamérica, trajo consigo Poeta en Nueva York, que nunca vería publicado, y el reconocimiento internacional aún más evidente, camino de un Nobel que jamás alcanzaría. También el asombro, la aversión hacia la revolución en la que se vio inmerso y el sentimiento arraigado, gracias a Cuba, otra Cuba, de que “el español que no ha estado en América no sabe qué es España”.

Siempre he pensado que es imposible resumir con más precisión el espíritu de aquellos “españoles de ambos hemisferios” sobre los que pretendió regir la Constitución de 1812. “El ves y el envés de una misma realidad”, como sostiene con frecuencia Mario Vargas Llosa. España está en América y América en España como nuestros dos apellidos en nosotros: unidas, inseparables, dándonos identidad.

Era 1930. La Cuba de entreguerras, una fiesta en el estreno de su cuarta década de independencia. Un país más próspero que su madre patria, a la que aún no había matado. Tal vez porque sus gobernantes habían nacido españoles. La Habana, una ciudad de provincias hacia la capitalidad nacional, sin dejar de ser la urbe más rica del Caribe. Un lugar en el que conocer América y, ante todo, unas calles en las que comprender España.

Porque, además de en Suso, Yuso, Santiago de Compostela, Guadalupe o la Alhambra, España se entiende en La Habana. Y en las misiones de San Antonio y de San Ignacio. En los castillos de Cartagena y de San Juan. En los rascacielos de Buenos Aires y de Ciudad de México. En una calle peatonal de Puebla y en el Canal de Panamá. En el Hospital de la Purísima Concepción y en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En Juan Rulfo, Jorge Luis Borges y Gabriela Mistral. En Caracas y en la Quinta de San Pedro Alejandrino.

No hace falta haber recorrido la región, siquiera haber puesto un pie en ella, para intuirla. Ni se precisa viajar con la inútil frecuencia de Pedro Sánchez y Josep Borrell para comprender que el mismo sinsentido que impidió a Lorca ver impresa una de las obras más importantes de la poesía universal, la suya, se adueñó hace más de medio siglo de cada segundo de vida de cada cubano, incluidos los que no viven en la isla.

No hay sentido ni razón en que un camarero desde Miami mantenga a su hermano médico en Cienfuegos a base de remesas, a pesar de todo lo que se queda en el camino. En que una señora que limpia casas en el Bronx ayude a su primo ingeniero en Santiago. No hay sentido ni razón en que la pobreza y la falta de motivos para levantarse cada mañana delimiten la vida de los habitantes de un país que cien años atrás presentaba una renta per cápita 10 veces superior a la de España.

“Cuando no esté Maduro y se vea su horror, no aceptaré excusas”, sentenciaba hace no mucho Felipe González sobre Venezuela. “La excusa que después de Stalin o de Hitler muchos empleaban diciendo: ‘No podíamos ni imaginar, nosotros no lo sabíamos, no lo veíamos’. ¡Si no lo ven, pónganse gafas porque la realidad es evidente!”, añadía. Todavía se hace esperar la condena de González hacia el régimen cubano. Como la de tantos otros a los que Fidel conquistó de palabra, plata y plomo cuando el romanticismo aún cubría la miseria.

Precisamente, sólo la cercanía cotidiana con el terror puede llevar a la negación continua de lo atroz. Los hijos del chavismo, nietos del castrismo, que componen el gobierno de mi país, viven del desprecio a la Hispanidad en favor de tiranías que llaman democracias y de unos pobres a los que quieren tanto que los multiplican. Viven de ello tanto como del odio a los cubanos anónimos que luchan por la libertad de su nación. De la devoción hacia bárbaros en la más amplia y profunda extensión del término.

Como español, veo con orgullo cada gota de España en América y cada gota de América en España. Con la misma intensidad, me avergüenzo hasta la náusea de mi gobierno, incapaz de liderar la condena internacional, siquiera de suscribirla, acaso de ayudar a quienes peor lo están pasando en pueblos y ciudades fundados un día por quienes llegaron desde la península. Y de los vividores que en Cuba intercambian silencio por instintos satisfechos.

A pesar de ellos, aunque demasiado tarde para muchos, la libertad llegará —la libertad siempre se abre paso, porque es el estado natural del alma. No soy optimista con que éste sea el momento. Seis décadas no dejan mucho espacio a la esperanza. Pero llegará de manera abrupta. Incontestable. Y dará una vez más la razón a Jean-François Revel en aquello de que “el club con más socios del mundo, el de los enemigos de las tiranías pasadas, tiene el mismo número de miembros que el club de los amigos de las tiranías presentes”.