Noto que algunos lectores han cedido a los embates de la ansiedad. Hasta lo publican en sus redes sociales. Se presentan allí angustiados ante la infinitud de las lecturas imprescindibles, y confeccionan listas de libros pendientes que, ay, jamás llegarán a catar. Porque, si una vida es corta para amar, cómo no va a ser insuficiente para tanto como hay escrito.
Esos lectores ávidos constatan sus límites y no parecen tener otra alternativa que el sufrimiento. Es un sufrimiento, eso sí, cultureta y cool, como de artista incomprendido, de poeta maldito al que aflige sin remedio la escasez de la sensibilidad ajena, ahíta de vulgaridad. Estos lectores voraces son, en fin, víctimas de su propia hambre. Pretenden leerlo todo, y esa ansia acaba por estragar los momentos concretos de lectura.
Hablo por experiencia propia. He visto la viga en mis ojos de lector. Uno se afana torpemente en elaborar planes de lectura que jamás cumple. Uno se receta los clásicos —¿cuándo, por ejemplo, le llegará el tiempo a La Ilíada?—, pero cae en la tentación de lo actual, que siempre aparece disfrazado de mayor cercanía. Uno quiere leer a Dickens, pero lee a Towles. Las obras completas de Borges siguen esperando su turno. So many books, so little time, se dice uno, como si en inglés las palabras consolaran más. Uno se promete letras que nunca alcanza. Uno entra en una librería y piensa «de este agua no beberé», pero acaba zambulléndose en otros títulos, y, si no compra más libros, los ojea —y los hojea— con un ímpetu que tiene más que ver con la gula que con la gastronomía.
Porque, en el fondo, es eso: destemplanza. También lo que se presenta como bueno precisa una medida. Si no, el consumo sustituye al alimento. La codicia, que es cuantitativa, sepulta el buen gusto, al que le basta lo poco. Entonces, así enterrados, ¿cómo recuperaremos la luz (aunque sea la de un flexo)?
El remedio es sencillo, pero exige esfuerzo. Para empezar, propongo —me propongo— echar un vistazo a los libros de casa. Una mirada será suficiente para constatar la ignorancia propia. ¿Cómo es posible que, habiendo leído una gran parte de todo eso, en este momento recordemos tan poco? ¿Dónde se han ido aquellas horas de lectura que en su día consideramos provechosas? Si apenas podemos resumir las ideas esenciales de aquellos libros, ¿no será que los leímos mal? Y si aquello —que era interesante y entonces nos atrajo— lo leímos mal, ¿por qué ir detrás de otros libros? ¿Ese impulso de leer otros libros (cuantos más, mejor) no será más bien una huida? ¿No querremos leer cosas distintas para escapar de lo mal que hemos leído? ¿Esa agitación lectora no es, en el fondo, mala conciencia?
Creo que, como para tantas otras cosas, el remedio se halla en la fortaleza de permanecer. Habrá que quedarse en los libros y pasar en ellos —y con ellos— más tiempo. Hay que rumiar las palabras bien dichas. Dicen que filólogo es el que lee despacio. Pues eso: leamos lentamente. Festina lente. O sin latinajos: vísteme despacio, que tengo prisa. Para ser tal, la lectura tiene que ser pausada y reflexiva. La imaginación exige el recreo en los detalles. El pensamiento pide la distinción de los argumentos. Y, de la misma forma que no hay música sin silencio, no existe poesía que no lleve su compás.
De modo que, al leer, deberíamos sentir una especie de cadencia interior, un tempo que nos libere de la agitación y que nos evite esa angustia en que, pobres, acaban sumiéndose los letraheridos.