Se suele atribuir a Alfonso V de Aragón, «el Magnánimo», un dicho lleno de sentido común, bien válido para quienes en alguna ocasión deban enfrentarse al duro ejercicio del gobierno y la administración del bien común: «Los libros, son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la esperanza les impiden decirme lo que debo hacer». El monarca español algo debió sufrir de consejos tóxicos y sugerencias propias de diletantes más que de hombres de estado.
La cita me vino a la cabeza tras la lectura voraz del último libro en materia de educación humanística publicado en España: Una educación liberal. Elogio de los grandes libros. El autor, José María Torralba López, que funge como investigador, director del Core Curriculum de la Universidad de Navarra y catedrático de Filosofía Moral y Política, explora el origen, evolución, métodos y estado actual de la denominada «educación liberal». Término que no debe llevar a equívoco con la corriente política y económica:
«[La educación liberal es un] proyecto formativo en el que el conocimiento se valora no solo por su utilidad, sino como un fin en sí mismo, y en el que el objetivo no es solo preparar profesionalmente, sino también educar a la persona entera, incluyendo tanto la dimensión intelectual como la moral.
Una educación es liberal cuando no tiene como único objetivo la cualificación técnica, sino que considera la verdad y el conocimiento, ante todo, como una necesidad humana básica que nos perfecciona; cuando no teme plantear las grandes preguntas de la vida».
¡Oh, Dios mío, intelectualismo y moralismo! Así es: resulta que no sólo de técnica vive el hombre, sino también de espíritu, moral y verdad. Torralba despliega en otro momento de su texto las tres conditio sine qua non para considerar este, digamos, método didáctico: cultivo de una cultura sapiencial, desarrollar la capacidad de juzgar y generar interés en el alumnado (y profesorado, pues uno es estudiante toda la vida) por la verdad. Conjuntamente, nacería un cóctel explosivo, peligroso e indeseable por quienes admiran una suerte de borreguismo colectivo: el sabio hombre corriente. ¿Por qué es importante que un abogado, un fontanero o una enfermera se hagan las grandes preguntas? El autor cita un documento que fue clave en la concepción de las humanidades en las universidades estadounidenses nada más terminar la Segunda Guerra Mundial, el General Education in a Free Society, popularmente denominado Redbook:
«La democracia requiere sabiduría del hombre común. Sin el ejercicio de la sabiduría, las instituciones libres y la libertad personal están inevitablemente en peligro. Conocer lo mejor que se ha pensado y dicho en otros tiempos puede hacernos más sabios de lo que podríamos ser de otra manera y, en este sentido, las humanidades no son simplemente nuestra mejor esperanza, sino la del humano».
No sorprende que tras terminar uno de los conflictos más sangrientos en la historia de la humanidad los miembros de la academia se preocuparan, precisamente, por las humanidades. Sin embargo, aún hay más: los autores de dicho informe afirman expresamente la sabiduría y la verdad como si importaran algo. Occidente aún no había caído del todo en la tentación de la posverdad. La verdad importaba como si contara para algo: concretamente, para formar hombres y mujeres libres y con criterio, capaces de mantener una conversación edificante, pausada y educada sobre cualquier asunto por polémico que fuere.
A partir de ahí, y siguiendo el tradicional canon occidental, los interesados comenzaron a incluir en los programas universitarios a nuestros más insignes antepasados: los Sócrates, Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás de Aquino… Y yo me pregunto: ¿por qué no pergeñar un canon occidental en el cine? Obviamente, al ser el séptimo arte una disciplina cuasi universal (nació en Francia, se desarrolló en los Estados Unidos y triunfó en todo el mundo) los ejemplos deberían reunirse entre todos los paralelos del mapamundi. Y las razones, tampoco hace falta hacer circunloquios, obvias: en la época de mayor estimulación audiovisual de la historia de la humanidad, contar con una buena educación cinematográfica se antoja harto necesario. También, claro está, por una cuestión de pura (est)ética. El cine es tan buen vehículo de principios y virtudes como los grandes libros. No es necesario empezar un debate sobre si es mejor un buen libro o una buena película. La mejor forma de dirimirlo es con una pregunta: ¿por qué no ambos en su justa medida? Tanto Séneca como Atticus Finch en Matar un ruiseñor pueden enseñarnos el valor de la justicia.
Pues sí: creo firmemente que Ford, Capra, Wilder, Hawks, Hitchcock, Kurosawa, Bergman, Wyler, De Sica, Allen, Mann, Coppola, Anderson, Spielberg y un largo etcétera pueden enseñar tanto como un buen libro a acercarnos a comprender qué es eso de luchar por alcanzar una vida lograda, una vida que merezca la pena ser vivida.
Me imagino el menú y ya empiezo a saborear la miel en los labios:
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- Con Ford y Cuna de héroes podría dedicarse una estupenda sesión a la lealtad y el sentido del deber.
- Con Hitchcock y La soga nos sumergiríamos en las más profundas cavernas de la enrevesada mente humana y hasta qué punto el fin justifica los medios.
- De la mano de Capra y Qué bello es vivir aprenderíamos a ver por qué, a pesar de los pesares, toda vida humana vale la pena.
- Acompañando a Wilder y su Un, dos, tres sería una ocasión estupenda para conocer los orígenes del gran marco mental geopolítico del que algunos aún no han despertado: la Guerra Fría.
- Con Bergman y su enigmática El séptimo sello un buen maestro podría animar a sus alumnos a hacerse las preguntas más importantes (¿qué es la muerte? ¿qué es la vida?).
- Wyler y La calumnia bien podrían servir para hablar sobre por qué cada palabra que sale de nuestra boca, mal pronunciada, puede hacer más daño que cualquier aguijón de abeja y cómo los rumores y las suposiciones pueden estar cargadas de desafortunadas difamaciones.
- Kurosawa y Los siete samuráis, largometraje lleno de sabiduría, podrían enseñarnos el noble arte de la dirección de empresas y cometidos.
- De Sica y Ladrón de bicicletas son un gran ejemplo para mostrar hasta dónde puede llegar el hombre para traer un mendrugo a casa.
- DeMille y Los diez mandamientos serían buena ocasión para ahondar en la tablilla sobre la que se sostienen, casi de la A a la Z, los códigos penales de medio mundo.
- Con Lang y M, el vampiro de Düsseldorf el coloquio versaría sobre por qué hemos de agradecer un Estado de derecho donde prima la presunción de inocencia frente a los (pre)juicios de la masa.
Ya ven que, de golpe y porrazo, tendríamos diez sesiones para un curso entero. ¿Por qué no llevarlo a la práctica?