La Primera ministra de Finlandia —Sanna Marin se llama— ha dado mucho de que charlar, y poco sobre lo que reflexionar. Como, comparada con el canciller alemán, o comparada con quien gobierne en Italia, parece más o menos guapa —casi toda mujer rodeada de hombres se convierte en pibón, aunque sólo sea por contraste—, a sus facciones hemos dedicado comentarios de diverso grado, desde el día que accedió al cargo. Puesto que apenas sabemos nada de ella —tenemos que buscar en Wikipedia para averiguar a qué partido pertenece—, lo fácil es destacar lo evidente, lo cutáneo, lo fútil. Pero, en estos tiempos de atmósfera woke, conviene no parecer machista, así que medimos mucho cada observación. Piropo con perspectiva de género.

Algunas noticias señalan que la señora Marin se ha beneficiado de instalaciones gubernamentales para sus recreos con amiguetes varios, y amiguetas díscolas. Al lado de los que quiere indultar nuestro Pedro Sánchez, la señora Marin es una aficionada, un personaje salido de Dora la Exploradora. Y, acerca de la polvareda en los medios y las redes, leo una sesuda diatriba de El Barroquista (Miguel Ángel Cajigal Vera) acerca de la gravitas de los antiguos, y nos la ilustra con alguna efigie romana. Dicho en pocas palabras: los antiguos preferían la pose de seriote, y eso, según El Barroquista, constituye un lastre que nos hace ver con malos ojos que nuestros gobernantes se tomen sus copas y besuqueen y manoseen con la misma fruición del pueblo llano.

Lo que más simpatía nos despierta de nuestros reyes es, precisamente, su forma castiza de pasarlo teta. A Alfonso XII las tascas nocturnas de Madrid le compensaban la pesadez de la corona, porque, para las cosas del comer, ya estaba Cánovas, que era el seriote. No obstante, Cánovas, como Cicerón, también sabía contar buenos chistes.

Para mí que El Barroquista no entiende la gravitas en su sentido general, pues era también atributo de filósofos. La gravitas habla de una concepción de la vida. Sin embargo, los ejemplos que aduce son parciales, porque no muestran todo el arte de la época —y se supone que lo conoce a fondo. La escultura clásica, los frescos y los relieves expresan más actitudes: la serenidad, la clemencia, la delicadeza o la tranquila complacencia paternal, como en el sarcófago de Cornelio Estacio. Aunque una parte destacada de este arte opta por cierta inexpresividad, rayana en la quietud, localizamos distintos estados de ánimo, desde la languidez hasta la alegría o la rabia. La literatura se goza narrando pasajes de claro patetismo protagonizados por reyes y héroes míticos. Lagrimones que sueltan Ulises y Julio César, y que los dotan de una humanidad más profunda. O eso pensaban los antiguos.

El arte paleocristiano oscilará entre la serenidad y la inexpresividad esquemática. Algo que hereda el arte medieval, de innegable impronta cristiana. La gravitas se sustituye en la Edad Media, en el mejor de los casos, por el hieratismo. En bastantes ocasiones, tenemos a María con el Niño en actitud familiar, relajada y sonriente. En el códice de las Cantigas de Santa María, de Alfonso X, localizamos muchas imágenes que recrean momentos divertidos o de distensión, con el propio rey o la Virgen que muestran sonrisa amplia. Si acudimos a la literatura de la época, nos sorprenderá la abundancia de alegría, cachondeo, erotismo y risotadas. Eso cantaban los goliardos. Y Juan Ruiz, el arcipreste. Curiosamente, será un renacentista como Miguel Ángel quien recobrará la gravitas e incluso la transmutará en algo más temible e iracundo; la célebre terribilità de su Moisés.

En realidad, la gravitas implica preocupación, de modo que refleja al gobernante afanado en servir sabiamente, consciente de la importancia del cargo. Se supone que un gobernante circunspecto no es un tirano, sino un hombre reflexivo que sopesa asuntos de enorme trascendencia. Todo poder conlleva una responsabilidad, decía Peter Parker. Aznar, de una manera acartonada, es un ejemplo de nuestra época. Pero, en cuanto fue el momento de decir «España va bien», Aznar se relajó y puso los pies en la misma mesa que George Bush, y empezó a contar chistes sin gracia. Todo presidente de gobierno recurre a esta pose de la gravitas, cuando cree que el votante medio exige arremangarse ante problemas de envergadura. De lo contrario, vendrá tu Iván Redondo y te susurrará: «Ahora hay que hacer como que estás preocupado, así que pon cara de intensito».

Ocupar un cargo de responsabilidad implica aceptar críticas por todo. Aún más en estos tiempos cuando todo se escruta, cuando las lentes calvinistas nos dicen que un gobernante puede ser homosexual, pero no infiel. Puede estar divorciado, pero no diversificar sus intereses en mujeres igual que tantea aliados en la geopolítica. ¿Qué nos escandaliza más de aquel picaruelo español que era Luis Roldán? ¿Sus delitos cuantificables en centenares de millones de pesetas? ¿El episodio relacionado con los huérfanos de la Guardia Civil? ¿O aquella foto de orgía cutre que debió de inspirar a Santiago Segura para planear escenas de Torrente?

¿De verdad hoy, cuando nuestros políticos legislan cómo dividimos las tareas del hogar, cuando dicen a nuestros hijos que pueden amputarse y hormonarse, cuando nos pretenden colocar peajes en autovías, cuando nos han encerrado en casa y puesto multas por salir a la calle, cuando nos han clasificado entre vacunados y no vacunados, de repente pensamos que todo lo personal es político, menos la privacidad de los políticos?

Lo que sucede es que hoy, y en nombre del planeta, el clima, la sostenibilidad, el carril bici y la guerra en Ucrania, nos piden sacrificios los mismos que se exhiben como frívolos influencers de Instagram. Y, al contrario de lo que dice El Barroquista, cuando nuestros ministros acuden a los palcos de los estadios de fútbol y se comportan como forofos, transmiten vergüenza ajena. Será simplista, pero la risa conviene poco al gobernante que nos corta la luz y el agua, y seca nuestros pantanos. Y cuando nuestro campechano y cordial Juan Carlos se ha ido de cacería al África profunda, lo hemos obligado a pedir perdón en público.

Otro tópico que aborda El Barroquista es la mujer como político al que se exige más y se tolera menos. Algo de lo que saben mucho Irene Montero y la hija de Verstrynge. Curiosamente, en el ABC ha aparecido estos días lo que tiene toda la pinta de carta paródica al director, y que habla de «viento sectario y gélido». Una parodia, un troleo de padre y muy señor mío, que da voz a un pretendido lector cascarrabias y trasnochado de derecha rancia. Un remedo al que todos han respondido con indignación y asegurando que la libertad de expresión no debe tener más cortapisas que la de impedir la publicación de ese tipo de cartas. Porque todos sabemos que la libertad de expresión engloba el derecho a la blasfemia y la ofensa a las religiones, pero no la ofensa «de género».

Nuevamente, si acudimos a nuestra tradición, observaremos que el tópico de la mujer como víctima —ése es el argumento de El Barroquista— no se cumple en las representaciones de nuestras reinas soberanas. La madre de Alfonso XII ejercía su gobierno como una mantis religiosa. En el cuadro más representativo de Isabel II no hay nada de ceño fruncido. En el caso de nuestra Isabel I, a la que siempre llamamos la Católica, hay retratos que no muestran más que su fisonomía. En otros casos, y de la época propia o cercana, aparecen actitudes serenas. En el cuadro La Virgen de los Reyes Católicos (finales del s. XV, y que puede admirarse en el Museo del Prado) los semblantes están carentes de tensión, y algunos personajes esbozan una sonrisa tenue. Algo similar se puede decir de las reinas o princesas medievales, como Urraca I de León (Urraca Alfónsez) o Urraca Fernández.

Aún más, reinas que no fueron monarcas, pero sí mujeres con mucho poder (Isabel de Farnesio, esposa de Felipe V; María Luisa, esposa de Carlos IV), aparecen en los cuadros de la época como mujeres decididas y con intenso influjo en el gobierno de sus maridos, elegantes, frívolas, pérfidas e incluso sonrientes. En el caso del óleo de Goya, es patente hasta qué punto el personaje central es la reina, no el monarca, su esposo. El cuadro de la familia de Felipe V no refleja más que lo contrario a la tesis de El Barroquista. Las mujeres, muchas en actitud relajada, parecen algo ufanas, satisfechas, tranquilas, e incluso a alguna se le adivina una inteligencia maquiavélica.