Que vivimos en una sociedad de excesos es algo irrebatible. El consumismo, la sobreinformación o incluso la polarización no son sino una muestra del infinito número de realidades que evidencian una tendencia, un patrón de conducta definido por el abuso de todo y que ni siquiera el lenguaje ha podido esquivar.

Siendo la política un ámbito fundamentalmente regado por palabras, esta cultura de la desproporción ahí resulta más acusada. Términos como igualdad, diálogo o transparencia son ya añadidos al discurso pronunciado, vocablos convertidos en muletillas a los que un uso manido, lejos de henchirlos de contenido, han hecho de ellos balones pinchados por saturación.

Si el exceso puede provocar el vacío, en otros asuntos como la diversidad, puede acarrear la corrupción total del concepto. En el mundo de hoy la diversidad ha pasado a ser un movimiento en sí mismo, una enseña que se enarbola en defensa de causas de toda clase y color. Cualquier rasgo es idóneo para levantar en torno a él un identitarismo exacerbado que sirve de bastión contra un enemigo que lo acecha y lo amenaza. Una corriente desintegradora que genera corpúsculos cuya única pretensión es llevar la atomización de la sociedad al extremo fabricando parentescos bastardos basados en la diferencia compartida. Lazos que sustituyen el vínculo de lo común con el agravamiento de lo que separa.

No es algo exclusivo de nuestro tiempo ese afán de buscar la singularidad, de sentirse especial. Sí lo es, sin embargo, la desproporción de ese anhelo. Ese sentimiento tribal propio de la adolescencia, actualmente lo impregna todo sin hacer distingos por edad, sexo, raza o religión haciendo de cualquiera de ellos y de cientos otros, elementos suficientes con los que apartarse de la mayoría ordinaria y vulgar. Afloran así, en nombre de la diversidad, infinidad de colectivos de falsa bandera, que lejos de actuar al servicio de la cohesión, tratan de suplantar a la patria como refugio de todos sin distinción. El sentimiento de lo propio y su intrínseca vocación inclusiva, de pertenencia a un pueblo al que querer servir, se diluye en pro de una identidad artificial nacida para dividir.

Estas hermandades espurias blanden en España banderas arcoíris, indígenas o raciales, pero también autonómicas, aquellas que hacen sentir a un español extranjero en su propio país, todas ellas ahondando en el contraste, en el rasgo diferencial que desplaza a la nación. Y es que la heterogeneidad de intención rupturista no puede ser más que excluyente por puro instinto de supervivencia, ése que inocula el miedo a sus miembros con una quimera que la quiere oprimir y que a su vez es la razón de la existencia del clan. El colectivo nace para perdurar, para asegurarse de que el hecho diferencial siga presente, no asimilado, sino suficientemente visible como para que la camarilla siga llenando el buche sine die. Un discurso que dice querer alcanzar la normalización de todo mientras sólo busca perpetuar la disonancia porque, la normalización, como el silencio, deja de existir si se menciona.

La diversidad sintética segregacionista es también la que obliga a cada uno de los feligreses a decantarse por el rasgo diferencial que mejor le define. Porque si uno es negro, homosexual y catalán, serán pocas todas las puertas que tenga abiertas y las oportunidades que se le presenten. Si no tiene un colectivo, se crea uno, o se le asignará uno de oficio. Es precisamente aquí donde esta impostada defensa de la pluralidad exhibe la mayor de sus incongruencias: la de imponer como unidad el colectivo en lugar del individuo, despreciando por tanto la variedad que habita en la propia persona. Porque sólo a través del colectivo se puede mantener cautivos a aquellos cuya patria se pretende disolver.

Resulta imposible tratar la diversidad sin mencionar la tolerancia, que puede ser fruto o raíz de aquélla. Que no hay diversidad sin tolerancia, resulta evidente, pero, sin diversidad, la tolerancia tampoco tendría lugar, pues ningún mérito tiene el transigir con aquello que resulta agradable o con lo que uno coincide.

Si bien la tolerancia se define en términos binarios —uno es tolerante o no lo es, pero sin poder serlo ligeramente—, la diversidad desmedida fabricada con ánimo rupturista conlleva una tolerancia a la par. El resultado es una sociedad arrastrada a tener que consentir la desproporción, hecho que rompe con la naturaleza misma del respeto mutuo como acto voluntario que asegura la convivencia. Porque la tolerancia impuesta a la fuerza, además de frágil, contraviene también su necesaria condición de recíproca, la que garantiza que esa comprensión de lo distinto no se torne en sumisión por falta de bilateralidad o en pasividad por el excesivo celo que pudiera conllevar.

Tan importante es en democracia el respeto a las minorías como evitar que la defensa de éstas devenga en una suerte de dictadura, donde se tacha de extremista y reaccionario al que no trague con la diversidad manufacturada para tratar de acallar a la mayoría. La diversidad desintegradora llevada al extremo cristaliza en un pandemónium, un desorden, una amalgama de colores que todos mezclados dan como resultado el negro.