El ruso de la barba

El contraste es palpable, evidente. Cuando hace una semana andaba encerrado en el salón de casa, con la única compañía de mi perra y un Faber Castell afiladísimo —repasando, por tanto terminando— el epílogo de Los Hermanos Karamazov, hoy me encuentro leyendo una novelilla fácil o de aeropuerto, con poca pretensión literaria y ritmo ágil y entretenido. Lo que hace unos días era un silencio de bunker y un detenimiento a conciencia en cada página, ahora es un pasar hojas con cierta alegría y sin demasiada preocupación. Me gusta alternar en la mesa del escritorio —si no combinar, pese a que mi nula capacidad de atención no lo recomiende— entre las obras literarias de culto y las que son lanzadas al mercado como paquetería de bollería industrial.

Acompaño la lectura del último libro: un par de detectives fatales que intentan arrojar luz sobre la desaparición y posterior asesinato de una joven en las inmediaciones de un parque municipal —¡Antes de la mitad del libro ya he destripado quién es el asesino!—, con una cerveza y un plato de frutos secos, con Greta Van Fleet en el reproductor aleatorio y reiteradas consultas a la aplicación de Besoccer —donde el Atalanta toca título por primera vez en Europa frente al Bayern de Xabi Alonso—. Sin encontrar ningún problema para reconducirme a lo mollar de la trama.

Licencias éstas, inasumibles de conceder a la hora de encarar el Gran Inquisidor, el nihilismo de Ivan Karamazov, el estudio teológico y existencialista del Starets Zósima o toda la suerte de capítulos dedicados al potente, feroz y sorprendentemente actual estudio psicológico de los personajes y sus sentimientos más primarios y naturales: el amor, la venganza, la envidia, el honor, el bien y el mal.

Cometí pues, un error evidente cuando decidí bajarme a la playa el ladrillo de Alianza asustando con el ruso de la barba y ojos centelleantes —es uno más en mi mobiliario casero— a mi novia y a varios bañistas que lo único que querían era pasar una jornada agradable de sol y mar. Escoger y alternar lecturas jugando con el factor ambiental es una responsabilidad importante, imprescindible diría, para el pleno disfrute de éstas. Dostoyevski no pega junto a la funda de la sombrilla y el bronceador como tampoco encaja del todo en la biblioteca del despacho el último libro de serie B con una joven asesinada que ya he leído cientos de veces. Pero es de justicia afirmar que ambos estilos, el del búnker y el de la lectura tonta, me han dado momentos divertidos y emocionantes, e incluso me atrevería decir que a partes iguales.

El otro día, Meri Olmedo en su perfil de Twitter publicó un fragmento de una entrevista a Eduardo Mendoza. El escritor que me llevaría junto con las películas de Paco Rabal a mi islote desierto venía decir lo siguiente: «Como he leído siempre, de una manera caótica. Yo tengo muy poca capacidad de concentración, no puedo hacer nada más de media hora seguida [ríe]. No termino casi ningún libro y siempre estoy leyendo tres o cuatro a la vez. Siempre estoy leyendo un libro muy gordo de historia, un gran ensayo, pero un ratito. Luego releo un clásico, ahora, por ejemplo, Middlemarch, que es fantástica, quizás la novela más inteligente del siglo XIX. Y luego ya me voy a dormir y tengo una novela policiaca pura basura, que es lo que me divierte [ríe]… Y así estoy todo el rato».

Y así con todo. De no ser por salvar las distancias con un maestro, haría mías sus palabras. Tras leer estas palabras fui directamente a hacer una radiografía de mi escritorio y mesa de noche. No me pude sentir más identificado. El ruso de la Barba sigue allí, junto a las fotografías de los familiares.