Miguel Delibes me saca del caos, me ordena y me organiza, me provoca una sensación reconfortante. No sé si Miguel Delibes ha sido el mejor escritor español. A duras penas sé escribir, mis conocimientos literarios son igual a la nada y se limitan al disfrute, soy público fácil con tendencia a la admiración. Me atrevo a describir el efecto Delibes porque lo conozco bien; es algo muy familiar, una sensación de estar en casa. Su prosa limpia y cruda me absorbe. Es un fogonazo de claridad. Sus personajes son enteros y obscenamente reales. Describiendo las cosas más mugrientas, consigue que esa sensación de paz no te abandone.
Vuelvo a los libros de Delibes con cierta asiduidad. Diario de un cazador es uno de mis favoritos, pero cualquier preferencia sería una injusticia. Cuando leo fuera de casa, Delibes me saca de ese enjambre de gente vestida de forma desordenada que me rodea e incomoda, y a los que no conozco. Me transporta a la belleza de lo normal, de lo tosco, de lo natural, de lo conocido. La realidad áspera y sin limar.
La belleza de lo normal es un concepto que hoy en día ya no es válido. Mientras nos sumergen en la nueva realidad me doy cuenta de lo revolucionario del escritor en este momento. La certeza de Delibes es el nuevo punk. Ahora nada es lo que parece y nos intentan convencer de que lo que vemos con nuestros propios ojos, no es real. Nos enredan con nuevos términos y mientras intentan borrar el pasado, inventan nuevas verdades. Nos inoculan nuevos miedos, nuevas modas, nuevos conceptos: el nuevo lenguaje, la nueva normalidad, el nuevo pensamiento, el nuevo orden mundial… Yo no quería nada nuevo. Yo quiero la mirada verdadera de Delibes, la aplastante realidad de sus historias. Quiero volver a esa Castilla. Regresar a las calles adoquinadas y a las farolas de forja negra que apenas iluminan algo de niebla, al frío de la mañana en el campo antes de desayunar. Me gustaría, al igual que puedo cerrar los ojos, poder cerrar las orejas cuando escucho a los políticos y nuevos líderes de opinión lanzar su absurda verborrea llena de términos igual de vacíos que sus ideas. Cuando me dicen qué comer, qué pensar, qué hacer, cómo, cuándo, dónde, con quién…
Luego me doy cuenta de que Delibes me saca de este lío de géneros, de esta realidad de contradicciones, de la prosa enredada de la política actual que no entiendo porque nada dice. Voy descubriendo, al leer, las maravillosas voces castellanas mientras me llegan a lo lejos los resbalones dialécticos de los miembros del gobierno. Contemplo la facilidad para inventar problemas y la evidente falta de soluciones, la habitual contradicción a través de la cual una cosa vale un día, pero ya no al día siguiente. La falta de vergüenza cuando son cazados en la mentira y la contagiosa desmemoria colectiva. La realidad, como nos la describía el vallisoletano, no les gusta, y nos la decoran sin pudor pensando que no seremos capaces de asimilarla sin colorear. Si no le gusta su biología tenemos otra, no se preocupe. Si no le gusta la realidad de la vida, le ayudaremos a rodearla al pasar. El nivel es indegradable.
La nueva normalidad —léase la nueva ideología— es la ropa de otra talla que te molesta hagas lo que hagas, que no te deja pensar, es esa persona que está contigo y que habla demasiado alto, y todos los días nos mortifican con la metralla ideológica porque no tienen nada más, no saben hacer nada más, y eso harán insistentemente hasta que te acostumbres a esa talla, a esa voz.
Quiero quedarme en cualquier página de Delibes, en esos días en los que este caos aún no existía. Quiero la libertad mental de entonces. Quiero ese momento, la realidad tal y como es. Pero nada de eso parece que volverá.
Los géneros, la España vacía, lo global, lo sostenible, el hummus de remolacha… Déjenme en paz. Déjenme con Delibes, al menos Delibes no intenta seducirme; no me engaña.