Había cierta curiosidad por ver la puesta en escena del Real Madrid ante el Alavés. No sólo porque fuese el primer partido de la temporada, sino, fundamentalmente, por todos los acontecimientos –o no acontecimientos- que le habían precedido: la sustitución de Zidane por Ancelotti, el fichaje de Alaba, el regreso de Bale y la permanencia en el equipo de Isco, cuyos inocuos gambeteos ya exasperan incluso a quienes antes extasiaban. Flotaba en el ambiente la sensación de que los jugadores debían compensar en el campo el inmovilismo, la tediosa quietud de la directiva en los despachos.

La alineación de Ancelotti exudaba un aroma de continuidad, pero es que no podía exudar otro. Las únicas novedades iniciales ―que eran también las únicas posibles fueron la de Alaba, en el lateral izquierdo, y la de Bale, escorado a la derecha, como en esa vieja época en la que enfilaba la portería rival de fuera hacia dentro, con la penetrante trayectoria de un alfil que se arroja sobre el rey enemigo.

Los primeros minutos del Madrid de Carletto también fueron, digamos, continuistas. Asfixiado por la agresiva presión del Alavés, apenas podía hilvanar tres o cuatro pases consecutivos. Dos tímidas ocasiones vitorianas, una de Edgar y otra de Luis Rioja, atemorizaron al aficionado más cenizo. Qué tiempos aquéllos en los que los rivales del Real Madrid salían al campo con los músculos agarrotados, atenazados por una suerte de temor reverencial.

A partir del minuto quince, el Madrid se sacudió la presión local y empezó a tejer jugadas más fluidas. Hazard abandonaba el perfil zurdo para orbitar en torno a la media luna y allí asociarse con Benzema. Fueron ellos, el renacido y el redentor, quienes trenzaron las jugadas madridistas más prometedoras. Eran, no obstante, jugadas propias del Madrid del año pasado, jugadas tan manoseadas en zonas inofensivas que alcanzaban el área rival ya agonizantes, exánimes. Con una salvedad: las de este año terminaban con tiros lejanos en vez de con centros imprecisos.

La presión del conjunto de Ancelotti durante estos minutos fue más impetuosa que ordenada, y el Alavés aprovechó el caos merengue para generar peligro en un par de ocasiones más. Una de ellas nos demostró, por un lado, que el debate de las manos seguirá abierto porque los árbitros no han puesto los medios necesarios para cerrarlo y, por otro, que el Madrid sigue adoleciendo de cierta morbidez defensiva, una fragilidad que transfigura al rival más modesto en el Barça de Guardiola.

Pese a todo, al descanso, los madridistas tenían una tímida esperanza a la que aferrarse: el resurgimiento de Hazard. Con las lesiones de tobillo aparentemente olvidadas, el belga dejó destellos: algún reverso, algún pase clarividente, algún disparo con intención. Ya es mucho más que lo que pudo ofrecer la temporada pasada.

En la segunda parte, el Madrid fue todo lo incisivo que no había sido en la primera. Con Bale y Hazard aplicados en defensa ―qué oxímoron―, los de Ancelotti sometieron al Alavés a una presión más armónica, menos anárquica. El primer gol llegó en una de esas jugadas que sólo pueden gestar los grandes equipos, y lo cierto es que el Madrid, a pesar de ese hedor decadente que desprende, es uno de ellos. Centro de Bale, buen toque de Lucas Vázquez, prodigiosa rabona de Hazard y misil de Benzema.

Los demás goles llegaron como por añadidura o inercia, fruto de la euforia madridista y de la desolación alavesista. El segundo lo firmó Nacho, que parece empeñado en recordarnos cuán desatinada fue la decisión de Luis Enrique de excluirlo de la convocatoria para la Eurocopa. En el tercero, Benzema culminó torpemente una arrolladora galopada de Valverde.

Tras el tercer tanto, apenas sucedió nada reseñable. Militão, quizá distendido por la generosidad del marcador, regaló un penalti al Alavés, y Vinicius, que había sustituido a Hazard para correr un poco, corrió mucho y marcó (¡de cabeza!).

Sobre Ancelotti, que volvía a dirigir un partido oficial del Madrid siete años después, poco puede decirse salvo que se agradece la previsibilidad de los buenos entrenadores. Tras el tercer gol, sacó a Vinicius y a Rodrygo para que aprovechasen con su vértigo los espacios que presumiblemente iba a liberar el Alavés. Uno tiene la perturbadora sensación de que Zidane, tan propenso a la opacidad táctica, a decisiones enrevesadas que sólo tienen sentido en su mente, habría optado por Isco y Asensio.

En el Madrid de Carletto se intuye, sólo se intuye, la promesa de una mejora. No es mucho, pero es algo.